Santiago Abascal ha reunido en Madrid a lo más granado de la ultraderecha internacional para poner en marcha su particular “reconquista” de Europa. El acto, plagado de mensajes xenófobos, ataques al pluralismo y apelaciones mesiánicas, representa mucho más que un mitin: es la escenificación de un proyecto político que pretende dinamitar los consensos democráticos europeos desde dentro, envolviéndose en banderas, rezos y consignas de odio. Y todo ello mientras se presenta como víctima del sistema al que quiere desmantelar.
Una internacional del odio disfrazada de libertad
Lo ocurrido en el Palacio de Vistalegre no es una anécdota: es la confirmación de que Vox ya no solo es un partido con representación institucional, sino una plataforma coordinadora de la reacción global. Lo que Abascal ha impulsado no es un encuentro de ideas, sino un espacio de agitación ultraderechista en el que se jaleó la exclusión, se llamó al encarcelamiento del presidente del Gobierno, y se vitorearon proclamas abiertamente islamófobas, racistas y homófobas.
La ausencia de figuras como Orbán o Le Pen no restó carga ideológica al evento. Muy al contrario, los asistentes —líderes de partidos como Chega (Portugal), Vlaams Belang (Bélgica), FPÖ (Austria) o Republicanos chilenos— construyeron un relato común en torno a un enemigo imaginario: la izquierda, la inmigración, el feminismo, los derechos LGTBI, el ecologismo o incluso la laicidad. Todo lo que no encaja en su cosmovisión ultraconservadora fue descrito como “el mal”, “la decadencia” o “el socialismo asesino”.
El lenguaje fue inequívoco. La llamada a la “reconquista” no es inocente: es un marco bélico, de ocupación y expulsión, con resonancias coloniales y franquistas, que bebe de los discursos de "reemplazo demográfico" ampliamente desmentidos y que no esconden su carga supremacista. El islam, las personas migrantes o los gobiernos progresistas fueron señalados con una agresividad que debería hacer sonar todas las alarmas democráticas.
Feijóo calla ante Abascal mientras le entrega el poder
Resulta especialmente revelador que, mientras Santiago Abascal llenaba un pabellón con arengas reaccionarias y mensajes que criminalizan al Gobierno, a los movimientos sociales y a millones de ciudadanos, Alberto Núñez Feijóo se lamentaba en otro escenario del “ruido político” que “impide hablar de los problemas reales”. El líder del PP, que sigue aspirando a presentarse como “moderado”, no solo ha normalizado estos discursos con su silencio, sino que ha pactado con ellos el poder en gobiernos autonómicos clave.
Feijóo, que se queja de la crispación, es el mismo que apoya gobiernos donde se censuran obras de teatro, se criminaliza al colectivo LGTBI, se niega la violencia machista y se recortan derechos básicos. Habla de regeneración mientras sostiene alianzas con una fuerza política que tilda a sus adversarios de "criminales" y promueve el odio como eje vertebrador de su agenda. No es solo incoherencia: es complicidad.
Y aunque el PP intente desligarse del extremismo verbal de Vox, el cordón umbilical ideológico es evidente. Ambos partidos comparten el mismo marco de enfrentamiento, la misma obsesión por el retroceso identitario y una visión profundamente elitista de la sociedad. Lo que los diferencia no es el proyecto, sino la estética. Y mientras Feijóo habla de “cambio tranquilo”, la ultraderecha grita a su lado el nombre del fascismo envuelto en banderas.
Una alerta democrática que no puede ignorarse
El mitin de Vox no es un desahogo simbólico, ni una puesta en escena para reforzar el voto duro. Es parte de una estrategia transnacional que busca erosionar la legitimidad de las instituciones democráticas, inocular odio en la vida pública y desmovilizar a quienes defienden los derechos y libertades.
Europa vive un momento crítico: las próximas elecciones al Parlamento Europeo se celebrarán bajo una ofensiva coordinada de fuerzas ultra que, desde dentro de las instituciones, quieren reventarlas con el pretexto de la soberanía nacional, la seguridad o la familia tradicional. El encuentro de Madrid fue su ensayo general, su declaración de intenciones y su amenaza explícita.
España no puede permitirse la frivolidad de normalizar discursos que criminalizan al adversario político, niegan la igualdad como principio y fomentan el odio contra minorías. La democracia no solo se defiende con leyes, sino con la responsabilidad ética de quienes ocupan la esfera pública. Y ahí, mientras el Gobierno actúa frente a la extrema derecha internacional, la derecha tradicional sigue mirando hacia otro lado, más pendiente de sus equilibrios electorales que de la dignidad democrática.
El acto de Vox ha dejado claro que la ultraderecha ya no se disfraza de modernidad: se exhibe con orgullo reaccionario, autoritario y excluyente. Ante eso, la neutralidad es una forma de colaboración. Y cada silencio, una concesión. La pregunta ya no es si Abascal va demasiado lejos, sino cuánto más está dispuesto Feijóo a dejarse arrastrar por el ruido que dice despreciar.