El respaldo social a la alfabetización digital no responde a una moda pedagógica ni a una pulsión tecnológica. El 78% de los europeos sitúa estas competencias al nivel de la lectura o las matemáticas porque percibe que el acceso al conocimiento ya no se juega únicamente en los libros de texto, sino en un ecosistema informativo fragmentado, acelerado y difícil de verificar.
La demanda va más allá del aprendizaje instrumental. Nueve de cada diez ciudadanos defienden que estas capacidades estén presentes en todos los niveles educativos, lo que introduce una cuestión de fondo: la brecha digital no es solo tecnológica, es formativa y social. Saber usar herramientas no equivale a comprender los mecanismos que condicionan la información, el consumo o la participación pública.
Esa preocupación aparece con especial claridad cuando se aborda el impacto del entorno digital sobre la salud mental. Más del 90% atribuye a la escuela un papel activo en la prevención de esos efectos, una expectativa que traslada a los centros educativos responsabilidades que durante años han quedado fuera del currículum formal. No se trata solo de enseñar a usar dispositivos, sino de aprender a convivir con ellos.
La desinformación ocupa un lugar central en ese diagnóstico. Ocho de cada diez europeos consideran que la alfabetización digital actúa como barrera frente a los bulos y la manipulación, y casi el 90% reclama que el profesorado esté preparado para enseñar a distinguir hechos de ficción. La exigencia no es menor: implica reconocer que el problema no es individual, sino estructural, y que no puede resolverse únicamente con recomendaciones de consumo responsable.
Los datos también reflejan tensiones internas. Una mayoría apoya limitar el uso de teléfonos inteligentes en los centros educativos, al tiempo que respalda el desarrollo de tecnologías específicamente diseñadas para el aprendizaje. No hay una posición tecnófoba ni una adhesión acrítica. Lo que se cuestiona es la entrada desordenada de dispositivos pensados para el mercado en espacios educativos sin mediación pedagógica.
En el caso de la inteligencia artificial, el escepticismo moderado se impone al entusiasmo. Algo más de la mitad reconoce su potencial, pero subraya la necesidad de evaluar riesgos y consecuencias. La preocupación se desplaza hacia el terreno de la regulación: cómo se protegen los datos, quién controla los algoritmos y qué papel juegan las administraciones públicas frente a herramientas desarrolladas fuera del ámbito educativo.
No es casual que casi la mitad de los encuestados atribuya a la Unión Europea un papel relevante en la fijación de normas. La expectativa es clara: que la transformación digital no dependa únicamente de la capacidad de cada sistema educativo, sino de marcos comunes que garanticen derechos y eviten desigualdades entre países y territorios.
La alfabetización digital aparece así como un terreno político en sentido pleno. No define solo qué se enseña, sino quién decide, con qué criterios y al servicio de qué modelo social. La escuela vuelve a situarse en el centro de un debate que no es tecnológico, sino democrático.