La vejez convertida en negocio, el cuidado se gestiona como una cuenta de resultados

La entrada de fondos de inversión en las residencias ha consolidado un modelo donde la rentabilidad pesa más que los vínculos y la dignidad de la vida cotidiana

31 de Octubre de 2025
Actualizado a las 10:20h
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La vejez convertida en negocio, el cuidado se gestiona como una cuenta de resultados

El actual mapa de residencias no es fruto de la improvisación, sino de décadas de decisiones políticas que han priorizado la externalización y la concentración de servicios. El resultado es un sector que favorece a grandes grupos empresariales y deja en segundo plano las alternativas comunitarias, mientras las familias viven con la inquietud de saber que la fragilidad de sus mayores se gestiona con criterios de eficiencia y coste.

El debate sobre las residencias vuelve a ocupar espacio público. No porque de repente haya más sensibilidad hacia la vejez, sino porque el modelo vigente está llegando a sus límites. En varias comunidades autónomas, fondos internacionales controlan ya una parte significativa del sector. Y con ellos, se consolida una lógica donde la prioridad no es garantizar cuidados, relaciones y dignidad, sino asegurar márgenes de beneficio y expansión empresarial.

Mientras tanto, quienes viven en estos centros dependen de ratios de personal insuficientes y tiempos de atención medidos en minutos. Todo entra en cálculo: desde el baño hasta el paseo por el pasillo.

De la casa ampliada al centro industrial

La idea de la “macroresidencia” se presentó en su día como sinónimo de modernidad: concentrar recursos, profesionalizar, estandarizar protocolos. Sobre el papel sonaba razonable. Pero la realidad habla de centros con más de 150 o 200 residentes, donde lo cotidiano se vuelve proceso y trámite. Cuanto mayor es la escala, más se reduce la relación. Menos conversación, más desplazamientos; menos escucha, más tareas.

Las trabajadoras —y es importante señalar que son mayoritariamente mujeres— sostienen estos centros con salarios ajustados y ritmos de trabajo que apenas dejan espacio para algo tan básico como sentarse, mirar a la persona a los ojos y preguntar: “¿Cómo estás?”. Ese gesto, que es cuidado en estado puro, se ha convertido en un lujo organizativo.

El capital financiero entra sin hacer ruido

La compra de residencias por grupos internacionales es la consecuencia de haber convertido la dependencia en un mercado atractivo: ingresos estables, demanda asegurada, contratos públicos garantizados. Una plaza de residencia es hoy, para un fondo, un flujo previsible de ingresos.

Cuando el cuidado se evalúa en términos de rentabilidad, la pregunta deja de ser cómo se vive y pasa a ser cuánto cuesta vivir. Las alternativas existen, pero apenas se sostiene. Frente a este modelo, hay opciones que funcionan y están evaluadas: centros pequeños integrados en barrios, viviendas comunitarias, atención domiciliaria ampliada, centros de día que mantienen vínculos y rutinas.

Son propuestas que preservan autonomía y proximidad, pero que no generan grandes beneficios. Y ahí está el problema: sin capacidad de producir economías de escala, reciben poca financiación pública estable. No es que no funcionen. Es que no interesan a quienes dominan el sector.

Pensar las residencias no es solo hablar de costes y plazas. Es preguntarnos cómo queremos envejecer y qué lugar damos a la dependencia en nuestra vida colectiva. Si la vejez se entiende como una carga, la industria ocupará el vacío. Si la entendemos como una etapa que requiere comunidad, tiempo y cuidado compartido, habrá que reorganizar prioridades. Por ahora, lo que pesa es el cálculo. Y cuando el cuidado se reduce a números, lo que se pierde no son solo recursos, se pierde vida.

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