El llamamiento del Defensor del Pueblo, Ángel Gabilondo a articular acuerdos amplios entre el Estado, las comunidades autónomas y los ayuntamientos sobre vivienda llega en un momento en el que el debate público se ha fragmentado en consignas, más preocupado por disputar atribuciones que por asegurar soluciones. Su intervención apunta a un problema que ya no admite demoras: la incapacidad institucional para sostener de manera sostenida una política de vivienda que trate el acceso a un hogar como un derecho y no como un subproducto del mercado.
Cuando el consenso se vuelve una excepción
Gabilondo no recurre a dramatismos. No le hacen falta. La situación del mercado inmobiliario habla por sí sola: precios tensionados, alquileres inasumibles y una brecha generacional que no deja de abrirse. El Defensor sabe que los diagnósticos están hechos; lo que falta es que las administraciones acepten que la vivienda se ha convertido en el principal factor de desigualdad y que ninguna institución, por sí sola, puede revertir esta deriva.
Su defensa de los consensos busca algo más que afinidades ideológicas: pretende reconstruir un espacio común de responsabilidad pública que se ha ido erosionando a medida que algunas comunidades han hecho del rechazo a la regulación una marca política. Gabilondo no señala, pero la sombra es evidente. Hay gobiernos autonómicos que han abandonado cualquier compromiso con la intervención equilibrada del mercado, amparándose en el argumento de la “libertad” cuando lo que se discute es la capacidad real de miles de personas para vivir de manera digna.
La vivienda como eje estructural, no accesorio
El enfoque del Defensor del Pueblo parte de una obviedad que ha sido políticamente incómoda para muchos: no puede haber igualdad efectiva sin garantizar un acceso estable y asequible a la vivienda. No es un apéndice social, sino el primer escalón desde el que se despliegan todos los demás derechos: empleo, educación, cuidados, autonomía.
Gabilondo reclama cooperación institucional, pero también una mirada que no reduzca la política de vivienda a un conjunto de ayudas puntuales. Subraya la necesidad de parque público, de planificación estable y de una coordinación que evite que las leyes nazcan exhaustas, derrotadas de antemano por las resistencias de quienes interpretan cualquier regulación como una amenaza.
Su planteamiento incorpora, sin ruido, un enfoque feminista que rara vez es explicitado por otros responsables públicos: las mujeres —especialmente las que asumen cuidados o tienen empleos precarizados— son las primeras en soportar los efectos de la inseguridad habitacional. Cuando faltan recursos, los hogares dependientes de ellas son los más expuestos. En ese ángulo se nota la sensibilidad que Gabilondo ha mantenido en otras áreas: la vivienda no es solo economía; es también distribución del poder dentro de las familias y dentro de la sociedad.
El Defensor propone una hoja de ruta distinta a la que domina parte del debate político. No busca deslumbrar ni imponer, sino recomponer un terreno común que se ha ido erosionando por pulsos y eslóganes. Su mensaje, sin estridencias, devuelve la vivienda al lugar que corresponde: un derecho que exige un compromiso sostenido, compartido y libre de la tentación de convertirlo en arma electoral. Gabilondo recuerda, con la calma que le caracteriza, que sin ese acuerdo básico, España seguirá reconstruyendo cada pocos años un edificio institucional que se desmorona por falta de voluntad común.