Segunda parte: “Horas de oscuridad”
La activista española Asunción Estriégana Martín relata con detalle los abusos sufridos tras el secuestro del barco Conscience por el ejército israelí. En esta segunda parte de la entrevista en exclusiva, describe el trato inhumano recibido en el puerto de Ashdod y las humillaciones que padeció antes de ser trasladada a prisión, en un testimonio tan duro como necesario.
—Asunción, ¿qué pasó una vez desembarcaron en el puerto de Ashdod?
La brutalidad comenzó de inmediato. Nos cogían uno por uno con gran violencia, nos retorcían el brazo a la espalda, nos doblaban la cabeza y, cual delincuentes, nos trasladaban a una zona de asfalto abierta e iluminada donde nos obligaron a permanecer de rodillas durante horas con la cabeza baja, muchos maniatados a la espalda con bridas.

Los malos tratos al desembarcar
Durante aquellas horas pude ver, girando levemente la cabeza, cómo algunos de mis compañeros eran pateados y empujados contra el suelo. Yo también fui objeto de ello. Un compañero, justo delante de mí, perdió el conocimiento y quedó recostado sobre otro. Los agentes lo zarandearon, lo empujaron y lo colocaron de nuevo sobre sus rodillas. Volvió a desvanecerse un par de veces más. Estaba esposado con las manos a la espalda. Otro compañero, a mi lado, mostraba señales de dolor en las rodillas, aunque no decía nada. También escuché cómo, unas filas detrás, un compañero se retorcía de dolor ante la impasibilidad y las burlas de nuestros captores.
—¿Qué sensación tenías en ese momento?
Tenían música israelí puesta. Yo solo podía pensar en las miles de humillaciones que los palestinos enfrentan cada día a manos de toda esta gentuza sin principio ni escrúpulo alguno. Lo que nos estaba pasando no era nada comparado con lo que ellos sufren diariamente.
—¿Qué vino después?
Lo que siguió fue una serie de registros degradantes e invasivos de nuestros cuerpos y pertenencias. Nos tomaron fotografías, huellas dactilares y nos pasaron por una máquina que, aunque no puedo afirmarlo con rotundidad, parecía recoger datos biométricos.
Cada uno de nosotros iba acompañado de un agente o soldado. En mi caso, fue un soldado. La primera parada, tras pasar la mochila por las máquinas detectoras, fue con una agente que empezó a revisar mis pertenencias. A medida que veía que todas mis camisetas eran reivindicativas a favor de los derechos del pueblo palestino, su gesto se tornaba más agresivo, aún más cuando llegó a la bolsa donde tenía varias kufiyas y una bandera palestina.

—¿Llegaron a destruir tus pertenencias?
Sí. También llevaba un ejemplar del libro Existir es resistir, cuya portada es la imagen icónica de Leyla Khaled con su fusil. Fue entonces cuando su gesto se desencajó por completo y se dirigió a mí con un desprecio infinito. Lo hacía en hebreo, no sé exactamente qué decía, pero puedo intuirlo. Una a una, fue tirando a un contenedor la práctica totalidad de mis cosas: mi ropa, mi cepillo y pasta de dientes, colonia, pulseras, coleteros… hasta los clínex parecían un objeto maligno digno de ser desechado.
Solo hubo algo que le debió parecer útil: unos rotuladores sin estrenar. Se los ofreció a unos compañeros, pero los rechazaron, así que también acabaron en el contenedor. Me obligó a quitarme la camiseta que llevaba puesta —ya me habían hecho ponérmela del revés para que no se viera el texto— y ponerme la única camiseta lisa que tenía en la mochila.
—¿Intentaste reclamar lo que te habían robado?
Sí. Reclamé mi ordenador, mi cámara de vídeo, mis accesorios y el resto de los objetos sustraídos en el barco. No dieron ninguna respuesta. Nunca me lo devolvieron.

El chantaje
—¿Hubo algún intento de chantaje o presión administrativa?
Un funcionario de inmigración me dijo que, si firmaba un documento de deportación voluntaria, no tendría que pasar por la cárcel. Me negué. Les dije que había sido secuestrada en aguas internacionales en un acto de piratería y que no firmaría ningún documento. Exigí hablar con nuestros abogados y con la Cónsul.
—¿Qué respondieron?
Me preguntaron por qué había venido a Israel. Les respondí: “Yo no he venido a Israel, me habéis secuestrado. Navegaba a Gaza.” Se reían y decían: “Bienvenidos a Israel.”
Después tuve una breve vista con otra funcionaria, esta vez acompañada de una abogada de Adalah. Insistieron en que firmase, que así regresaría antes a casa. Me mantuve firme y, a sus preguntas sobre si había estado antes en Israel, respondí que había viajado con anterioridad a Palestina. Insistieron: “¿Por dónde entró?” Les dije: “Por el aeropuerto de Ben Gurion.” Respondieron: “Eso es Israel.” Y yo contesté: “Es Palestina ocupada.”
—¿Qué ocurrió después de negarte a firmar?
Entre risas y burlas, me esposaron de pies y manos, me vendaron los ojos y me metieron en un furgón blindado. Poco después llegaron otras dos compañeras. Durante el largo y frío trayecto hacia Ketziot nos quitamos las vendas de los ojos.
—¿Cómo fue la llegada a la cárcel de Ketziot?
Al llegar nos metieron en una jaula al aire libre, donde esperábamos para ser llevadas de una en una a un barracón de obra. Allí nos desnudaban y nos daban un chándal gris y una camiseta blanca. Después, otro barracón lleno de carceleros para pasar un supuesto reconocimiento médico que, en mi caso, consistió simplemente en pesarme. Todo entre risas y burlas.
Luego volvimos a la jaula. Podía oír sus risas, voces y burlas en hebreo, pero distinguía una palabra que repetían una y otra vez: “Sharmutas”, que en árabe significa “putas”.

La cárcel
—¿Cómo eran las condiciones dentro del campo?
Al cabo de unas horas nos llevaron a un enorme recinto con un patio delantero y bloques de celdas de hormigón. En la pared interior del patio colgaba una gran bandera israelí y, sobre ella, una enorme pancarta mostraba siluetas oscuras caminando entre escombros. En árabe se leía: “Gaza al-jadeeda”, “la nueva Gaza”. En lo alto del muro había una caseta de vigilancia con funcionarios y perros.
Nos distribuyeron por celdas con ventanas y puertas con barrotes, sin cristales, con un inodoro y un lavabo sucios. Las colchonetas y las mantas estaban igualmente sucias y desgastadas. Mi compañera de celda había recibido una bolsa con cepillo, pasta de dientes, ropa interior y una pequeña toalla. Rompimos la toalla para improvisar un filtro de agua. Habíamos iniciado una huelga de hambre, aunque sí bebíamos algo para no deshidratarnos.
—¿Podías distinguir el paso del tiempo allí dentro?
Calculamos que serían las cinco o seis de la mañana cuando entramos en la celda. Se empezaban a oír los pajarillos… Por la mañana, los carceleros vinieron a despertarnos a voces y golpes en las puertas. Nos hicieron ponernos de pie para el recuento. En nuestra celda éramos dos, la noche siguiente seríamos once.
—¿Llegaste a tener algún contacto con el exterior?
Nos sacaron al patio y nos retuvieron frente a dos monitores que reproducían imágenes del 7 de octubre mientras nos decían: “Esto es lo que hace Hamás.” Les respondí: “Esto es lo que hacéis cada día en Gaza.” Se reían.
Aquel día salimos dos veces de la celda: la primera, para ver a nuestros servicios consulares; la segunda, para un “teatrillo de juicio” por los cargos de haber entrado ilegalmente en Israel.
—¿Cómo fue ese juicio?
Un teatrillo, sí. No había abogados, solo una juez que vino a decir que ya sabíamos los cargos y ellos sabían nuestras alegaciones, así que no hacía falta más. Nos dijo que estuviéramos tranquilas, que seríamos deportadas pronto. Después, en una escena surrealista, nos aseguró que “sabía que teníamos cierta preocupación por la calidad del agua”, pero que “podíamos beber del grifo porque ella también lo hacía”.
El encuentro con los servicios consulares fue en una jaula al aire libre, y el juicio, en una sección de un contenedor de obra de no más de diez metros cuadrados. Eran instalaciones totalmente tercermundistas, diseñadas para degradar a las personas presas.