Pedro Sánchez no suele emplear términos categóricos en política europea sin medir el alcance. Que haya calificado de “error histórico” la propuesta de la Comisión de suavizar el veto a los coches de combustión tras 2035 no es solo una discrepancia técnica. Es una impugnación de fondo a una deriva que, bajo el lenguaje de la flexibilidad, introduce una excepción estructural en uno de los pilares del Pacto Verde.
La propuesta de Bruselas es, en apariencia, quirúrgica: permitir una producción limitada de vehículos de combustión después de 2035, siempre que no supere el equivalente al 10% de las emisiones de CO₂ registradas en 2021 y que ese margen sea compensado con créditos verdes. En la práctica, supone reabrir un acuerdo político cerrado y enviar una señal ambigua a la industria y a los mercados.
El presidente del Gobierno situó el debate donde incomoda: la competitividad europea. Frente al argumento de que relajar objetivos protege al sector del automóvil, Sánchez defendió que la fortaleza industrial se construye desde la sostenibilidad y la anticipación tecnológica, no desde el aplazamiento. No es una posición aislada. España y Francia han defendido mantener intacto el calendario, conscientes de que la certidumbre regulatoria es un activo económico, no un lastre.
No es un secreto que la propuesta responde a la presión alemana y a las demandas de parte de la industria automovilística. El peso del motor de combustión en el tejido productivo germano sigue siendo determinante y condiciona la posición del Consejo. Bruselas ha optado por una salida intermedia: no cuestiona formalmente la neutralidad climática en 2050, pero introduce un mecanismo de flexibilidad que desdibuja el mensaje.
La Comisión insiste en que los fabricantes deberán cumplir en 2035 una reducción del 90% de emisiones y que cualquier desviación se compensará con acero verde o biocombustibles. Sin embargo, esos instrumentos aún no están plenamente desplegados ni disponibles a escala suficiente. El riesgo es evidente: convertir la compensación en un atajo contable más que en una transformación real del modelo productivo.
Flexibilidad o precedente
El problema no es solo la cifra del 10%, sino el precedente político. Si un objetivo emblemático puede revisarse a última hora, otros compromisos quedan expuestos a la misma lógica. La transición energética se apoya en calendarios claros porque las inversiones, las cadenas de suministro y el empleo dependen de ellos. Introducir excepciones erosiona esa previsibilidad.
España ha construido parte de su estrategia industrial sobre esa claridad: atracción de gigafactorías, despliegue de renovables, reconversión del sector del automóvil hacia el vehículo eléctrico y el hidrógeno. Una Europa que duda desincentiva a quien ha apostado por adelantarse y premia a quien ha retrasado decisiones.
El discurso de la competitividad aparece, de nuevo, como comodín. Se plantea una dicotomía falsa entre objetivos climáticos y empleo industrial, cuando la evidencia apunta a lo contrario: la pérdida de liderazgo tecnológico suele venir de no adaptarse a tiempo. China y Estados Unidos han entendido que la transición es una carrera industrial, no una carga regulatoria.
Sánchez apuntó a ese desfase estratégico al advertir que debilitar compromisos climáticos no refuerza a Europa frente a sus competidores. Al contrario, la coloca en una posición reactiva, dependiente de tecnologías que otros ya están superando. El motor de combustión no es solo una cuestión ambiental; es una tecnología madura con recorrido limitado.
La propuesta de la Comisión deberá pasar por el Consejo y el Parlamento Europeo. No está cerrada, y ahí se jugará la batalla política. La posición española busca evitar que la flexibilidad se convierta en norma y que la transición quede subordinada a equilibrios nacionales a corto plazo.
Lo que está en juego no es solo el calendario de 2035, sino la credibilidad de la UE como actor climático. Si Europa empieza a negociar consigo misma cada hito, el mensaje hacia dentro y hacia fuera se debilita. Y con él, la capacidad de orientar inversiones, innovación y empleo hacia un modelo coherente.
La advertencia de Sánchez no apunta al pasado, sino al futuro inmediato: una transición sin convicción acaba siendo más costosa, económica y políticamente.