La COP30 exhibe el peso real del lobby fósil en plena disputa por la credibilidad climática

La cumbre de Belém reúne a más de 1.600 representantes de la industria que agrava la emergencia que pretende abordar

14 de Noviembre de 2025
Actualizado a las 17:54h
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La COP30 exhibe el peso real del lobby fósil en plena disputa por la credibilidad climática

La presencia masiva de representantes de las petroleras, gasistas y compañías vinculadas al carbón en la COP30 de Belém ha devuelto una sensación incómoda: la negociación climática internacional sigue atravesada por quienes sostienen el modelo que ha acelerado la crisis. La ONU ha introducido requisitos de transparencia inéditos, pero el volumen del lobby fósil en los pasillos de la cumbre revela cuánto queda por resolver para que los compromisos climáticos no se diluyan entre presiones empresariales bien organizadas.

Un poder que no disimula su posición en la mesa

Más de 1.600 delegados asociados a la industria fósil circulan estos días por el centro de convenciones de Belém. No es el número absoluto más alto registrado, pero sí la proporción más elevada desde que existen las COP: uno de cada 25 participantes. Si formaran una delegación nacional, solo Brasil —el país anfitrión— tendría más acreditados. La cifra supera incluso la suma de las representaciones de los diez países más vulnerables al cambio climático, territorios que afrontan inundaciones crónicas, sequías y pérdida acelerada de ecosistemas sin recursos para mitigarlas.

Los activistas llevan años denunciando esta paradoja. Uno de ellos, Jax Bonbon, filipino, lo resume con una comparación que se ha vuelto habitual: permitir que las petroleras influyan en las negociaciones es tan lógico como entregar al lobby del tabaco un espacio privilegiado en un congreso médico. Bonbon procede de un país castigado por tifones cada vez más violentos, cuyos efectos se han podido seguir casi en directo durante la cumbre. Esa experiencia otorga a su denuncia un peso distinto, alejado de la retórica.

Transparencia obligada, pero limitada

Por primera vez, la ONU exige a todos los asistentes no gubernamentales revelar quién financia su presencia y certificar por escrito su alineamiento con el Acuerdo de París. El mecanismo introduce un mínimo de control público sobre actores cuya agenda, históricamente, ha buscado suavizar, relativizar o aplazar decisiones que comprometan sus negocios.

La medida ha sido recibida como un avance, pero deja intacta una zona gris: los delegados integrados en las comitivas estatales mantienen un margen de opacidad. Según Kick Big Polluters Out, casi 600 lobistas acuden bajo paraguas oficial. Ahí destacan países europeos que suelen presentarse como impulsores de la transición energética. Francia, por ejemplo, ha acreditado a ejecutivos de TotalEnergies; Japón, a representantes de su sector gasista; Noruega, a figuras vinculadas a Equinor, su poderosa compañía pública de petróleo y gas.

España tampoco queda fuera del mapa. Entre los nombres señalados en el análisis figuran representantes de Iberdrola, Moeve (antigua Cepsa), Telefónica o Banco Santander, aunque su nivel de influencia es desigual y su naturaleza empresarial no equivale directamente a una agenda fósil. Aun así, su presencia ilustra la permeabilidad de las grandes cumbres a intereses corporativos heterogéneos, no siempre compatibles entre sí ni con los compromisos de reducción de emisiones.

Una negociación lastrada desde dentro

La presión de las compañías fósiles no es un fenómeno periférico: está incrustada en los foros en los que se decide el ritmo de la transición energética. Se admite, incluso entre delegados de países que impulsan objetivos más ambiciosos, que esa presencia retarda avances en sectores decisivos: descarbonización del transporte, aceleración del cierre del carbón, límites al gas como “tecnología puente”, eliminación de subsidios a los combustibles fósiles o compromisos vinculantes sobre metano.

Las COP han conseguido acuerdos parciales, pero siguen sin fijar mecanismos coercitivos para garantizar que los Estados cumplan lo que firman. El lobby empresarial se mueve con soltura en ese territorio difuso, en el que cada palabra del texto final puede abrir un resquicio para prolongar inversiones obsoletas. Brasil, anfitrión de esta edición, intenta equilibrar su narrativa verde con su condición de productor de petróleo en expansión. Esa dualidad resuena en cada conversación técnica.

Una industria que mantiene su peso mientras el planeta supera umbrales críticos

El último informe científico presentado en la cumbre muestra que las emisiones globales de petróleo, gas y carbón volvieron a crecer en 2025, un 1,1% respecto al año anterior. No es el repunte más alto de la última década, pero sí una constatación de que el supuesto “pico de emisiones” continúa retrasándose. Sin ese descenso sostenido, los escenarios para mantener la temperatura global por debajo de 1,5 ºC se desvanecen.

La contradicción es evidente: mientras los gobiernos proclaman la urgencia de actuar, los datos revelan que la producción y el consumo de combustibles fósiles continúan expandiéndose. La presión del sector se nota en esa incoherencia. Y no se limita al ámbito internacional: condiciona decisiones nacionales que deberían encaminarse a la electrificación, el abandono progresivo del gas o la sustitución acelerada del diésel en el transporte.

El desafío central: recuperar credibilidad

La COP30 está llamada a fijar la ruta que permita materializar el compromiso alcanzado en Dubái en 2023, cuando por primera vez se reconoció —después de años de resistencias— la necesidad de dejar atrás los combustibles fósiles. Pero los avances dependen de que la negociación no quede atrapada en vetos cruzados ni en la habilidad de las industrias contaminantes para suavizar cualquier formulación vinculante.

Los países más afectados por el cambio climático han insistido estos días en una idea sencilla: cualquier arquitectura climática que permita a las petroleras dictar líneas rojas está condenada a ser insuficiente. La presencia masiva del lobby fósil en Belém lo confirma. La cuestión, esta vez, es si los gobiernos están dispuestos a admitir que el proceso no puede seguir absorbido por intereses que chocan con la supervivencia de millones de personas. Sin esa decisión política, ninguna regla de transparencia será suficiente.

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