La brutalidad de los asesinatos machistas se incrementa mientras crece el negacionismo

Expertos advierten que la configuración emocional de los homicidios machistas ha cambiado: menos casos, sí, pero con mayor intensidad y una matriz cultural que los sustenta y amplifica

12 de Diciembre de 2025
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La brutalidad de los asesinatos machistas se incrementa mientras crece el negacionismo

Los datos oficiales sitúan 2025 como uno de los años con menor número de asesinatos por violencia de género desde que existen registros comparables, pero esa aparente mejoría esconde una dinámica más cruda y compleja. Según el exdelegado del Gobierno contra la Violencia de Género, Miguel Lorente, no solo se mantiene una velocidad inaceptable de homicidios, sino que estos —a juicio de profesionales— se caracterizan por una mayor carga emocional y una expresión de ira más intensa por parte de los agresores. En las últimas semanas, la confirmación de múltiples muertes violentas ha vuelto a poner de manifiesto que no basta con contar víctimas para comprender ni frenar la violencia estructural que la genera.

Los últimos boletines oficiales reflejan que el número de mujeres asesinadas por violencia de género este año sigue siendo alarmante. Aunque las cifras agregadas muestran una ligera reducción con respecto a años precedentes, el contraste con la intensidad de algunos episodios recientes evidencia que la letalidad no depende únicamente de la frecuencia, sino también de la configuración psicológica y cultural que acompaña estos homicidios.

En lo que va de 2025, las estadísticas oficiales —a falta de confirmación de algunos casos— sitúan alrededor de 45 mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas y más de 1.300 desde 2003, cuando la estadística comenzó a elaborarse con estándares uniformes. Estos números, por sí solos, son trágicos; la dimensión que alerta a los especialistas es el modo en que estos crímenes se han cometido: con extrema violencia, con escenarios de brutalidad física y con un patrón comunicativo previo que denota una rabia y una carga emocional más intensas que en años anteriores.

Esa observación es precisamente la que ha puesto sobre la mesa Miguel Lorente, tras vincular la mayor intensidad de las agresiones mortales con un clima social polarizado, donde los discursos que relativizan la violencia contra las mujeres o cuestionan las políticas públicas de igualdad inciden en la percepción de poder de los agresores. En entrevistas recientes ha señalado que, pese a que la estadística general de homicidios descienda, los casos que se concretan “se cometen con mucha más ira, con mucha más carga emocional”, y son un reflejo de tensiones más profundas en el tejido social.

Una violencia estructural que se expresa con mayor furia

El argumento de Lorente no es puramente retórico: intervenciones académicas y análisis de datos estructurales muestran que la violencia de género no es un fenómeno aislado, sino la manifestación más extrema de una constelación de conductas basadas en desigualdad y poder. Casi una de cada tres mujeres en España ha sufrido algún tipo de violencia por parte de su pareja o ex-pareja —incluyendo formas físicas, psicológicas y económicas— a lo largo de su vida, según encuestas de gran alcance.

Por eso los homicidios machistas no deben verse como meros incidentes individuales; forman parte de una sucesión  que, pese a los avances normativos y políticos, sigue arraigado en factores estructurales: el machismo como matriz cultural persistente, las dinámicas de dominio relacional y la incapacidad de algunos sectores para reconocer la violencia de género como un problema social de primer orden. Para Lorente, además, influyen factores como el efecto estacional o el refuerzo que representa para algunos agresores la visibilidad pública de casos previos, lo que puede inducir a la imitación en contextos de alta tensión interpersonal.

Otro elemento que pone en evidencia la complejidad del fenómeno es la evolución del suicidio del agresor tras el homicidio. Según datos intermedios del Ministerio de Igualdad, en 2025 un porcentaje menor de agresores optó por quitarse la vida tras matar a su pareja que en años anteriores. Para Lorente, ese dato tiene una lectura inquietante: cuando el agresor percibe que no habrá un rechazo social firme e inequívoco, su cálculo sobre las consecuencias de su acto puede verse distorsionado.
La implicación es directa: la respuesta social y comunitaria importa, no solo para acompañar a las víctimas y sus entornos, sino también para hacer explícito el rechazo a la violencia en todas sus formas.

Los expertos coinciden en que la violencia machista se sostiene sobre varios vectores simultáneos. El primero es el machismo estructural —un entramado cultural que normaliza la dominación y minimiza las quejas de quienes la sufren—. A ese se suma el contexto emocional y relacional en que se producen rupturas o crisis personales, junto con la imitación de patrones ya visibles en casos anteriores. Además, el negacionismo —que desconfía del fenómeno o lo relativiza— actúa como combustible ideológico que facilita la deshumanización de las víctimas y la minimización del daño social de sus muertes.

Ese conjunto de factores de riesgo no es estático. Cambia con las dinámicas familiares y sociales, la mediación de contextos económicos y la exposición a discursos públicos que pueden reforzar actitudes hostiles. Por eso, cualquier abordaje que se limite a contabilizar víctimas sin comprender las variables emocionales y culturales que impulsan la violencia está condenado a ser insuficiente.

Las recientes declaraciones de profesionales como Lorente colocan en el centro del debate público algo que pocas veces se articula con claridad: no basta con medidas reactivas de protección o punición; se requieren políticas que incidan sobre los sustratos culturales y emocionales de la violencia. Intervenciones en servicios de salud, formación especializada en detección de riesgo, y apoyo accesible y continuo a entornos familiares y sociales que detecten señales de alarma son insumos imprescindibles, según quienes llevan años analizando el fenómeno.

Mientras tanto, la acumulación de cifras debe servir no como fin en sí misma, sino como herramienta para calibrar la eficacia de políticas públicas, fortalecer la coordinación institucional y reforzar la protección de quienes aún viven bajo la amenaza constante de la violencia de género.

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