La comparecencia de Santos Cerdán en la comisión de investigación del Senado sobre el caso Koldo no fue un ejercicio de esclarecimiento judicial, sino un episodio revelador de la deriva política, institucional y retórica que atraviesa España. Investigado por pertenencia a organización criminal, tráfico de influencias y cohecho, el ex secretario de Organización del PSOE optó por una estrategia calculada: silencio procesal y ofensiva política. No declaró sobre los hechos que instruye el Tribunal Supremo, pero sí desplegó un discurso destinado a impugnar el marco mismo de la investigación.
Desde el inicio, Cerdán dejó claro que no acudía a defenderse ante los indicios, sino a cuestionar la legitimidad del proceso. “Se persiguió a un diputado de forma directa, una forma propia de la inquisición sin pruebas”, afirmó, acusando tanto al Senado como al Congreso de haber “construido un relato”. En su versión, la comisión no busca la verdad, sino su lapidación pública, apoyada en audios supuestamente manipulados y en una narrativa diseñada para destruirlo políticamente.
Del derecho a no declarar a la denuncia del “Estado profundo”
El núcleo del alegato de Cerdán fue una acusación grave: la existencia de un “golpe judicial contra el Estado de Derecho” orquestado desde lo que denominó el “Estado profundo”. Según él, las grabaciones que sustentan la investigación presentan anomalías técnicas (sistemas operativos inexistentes, voces no coincidentes) que apuntarían a edición, manipulación o incluso uso de inteligencia artificial. “Todo es falso, todo está manipulado”, repitió, elevando su defensa personal a una enmienda a la totalidad del aparato judicial y policial.
Este recurso no es nuevo en la política contemporánea. Convertir una imputación penal en una persecución política es una estrategia conocida, especialmente eficaz en contextos de polarización extrema. Lo llamativo es su adopción por un dirigente socialista de primer nivel, que hasta hace poco formaba parte del núcleo duro del poder.
Soledad política
La escena en la sala Clara Campoamor fue elocuente. Cerdán llegó solo, con antelación, sin el respaldo visible de su partido. Ningún senador del PSOE estuvo presente al inicio de la sesión, escenificando un vacío político calculado. El mensaje era claro: el partido marca distancias. Sin embargo, el PSOE sí preguntó, en un interrogatorio que su propio senador Alfonso Gil definió como “una de las intervenciones más difíciles” de su vida.
Ese equilibrio refleja la tensión interna del socialismo español, atrapado entre la presunción de inocencia y el coste reputacional de un caso que erosiona su discurso ético. Cerdán, consciente de ese aislamiento, insistió: “No necesito el apoyo de nadie”.
Silencios elocuentes y defensas selectivas
El exdirigente respondió solo a algunas preguntas. Defendió con vehemencia a su esposa, reclamando “respeto” y negando cualquier vinculación suya con los hechos. Negó haber influido en nombramientos en Navarra o en el Gobierno de España, negó tener empresa alguna (en referencia a Servinabar) y aseguró que no existe “ni un mensaje” suyo sobre contrataciones públicas.
Pero hubo silencios significativos. No explicó por qué dimitió como diputado si es inocente. No respondió cuando se le preguntó cuánto dinero habría obtenido de adjudicaciones de obra pública en Navarra. Tampoco aclaró sus vínculos con determinadas intermediaciones. En política, como en los mercados, el silencio suele interpretarse como información.
La amnistía, el punto de inflexión
Uno de los ejes más reveladores de su intervención fue la conexión que estableció entre su situación judicial y su papel en las negociaciones de la Ley de Amnistía. Para Cerdán, “todo cambió” tras el acuerdo de Bruselas. Llegó a afirmar que recibió advertencias, que tuvo que volver a llevar escolta y que su caso es una venganza política por haber participado en un pacto que desafió a los equilibrios tradicionales del Estado.
Este argumento fue amplificado por senadores de Junts y ERC, que encajaron su relato en una narrativa más amplia sobre las “cloacas del Estado”. Eduard Pujol habló de un Estado “peligroso”; Joan Josep Queralt lo describió como “podrido y enfermo”, sugiriendo que Cerdán podría ser una cabeza de turco sacrificada por el sistema. La comisión derivó así, por momentos, en un juicio político al Estado del 78.
La corrupción se convierte en relato
Más allá de la culpabilidad o inocencia de Santos Cerdán, cuestión que corresponde a los tribunales, su comparecencia ilustra un problema más profundo. Cuando los casos de corrupción dejan de dirimirse en términos probatorios y pasan a explicarse como conspiraciones del Estado Profundo, el debate público se desplaza peligrosamente.
La comparecencia de Cerdán no cerró el caso Koldo; lo redefinió. Ya no es solo una investigación sobre contratos, comisiones y audios, sino un capítulo más de la batalla por el control del significado del poder en la España actual.