El discurso del Rey en la entrega de unos premios periodísticos apenas habría ocupado espacio hace unos años, más allá de la cortesía institucional. Pero en un clima en el que la polarización desborda a partidos y contamina a casi todas las capas del debate público, que Felipe VI reivindique un periodismo que “no busca likes” adquiere una lectura más amplia: el reconocimiento implícito de que la erosión de la conversación democrática no es un fenómeno espontáneo. Y que en esa erosión intervienen, con distinta intensidad, los partidos que han encontrado en la desinformación un instrumento político.
Un mensaje dirigido a quien quiera escucharlo
El Rey evitó la alusión directa a los responsables de esa degradación —conviene recordar que su papel constitucional le impone contención—, pero la apelación al “periodismo que va más allá” no se formula en el vacío. Llega en un momento en el que las instituciones soportan un clima de sospecha alimentado, no solo por la extrema derecha, sino por la estrategia calculada de quienes han hecho del descrédito de los medios una herramienta de movilización.
Las palabras del monarca se produjeron mientras parte de la oposición insiste en sustituir el trabajo periodístico por cadenas de rumores y contenidos fabricados para circular entre comunidades digitales hostiles a cualquier relato que no refuerce sus certezas. Se trata de un fenómeno que los medios críticos vienen documentando desde hace años, y que ahora se refleja con nitidez en la política autonómica y nacional, donde la intoxicación informativa se utiliza para desgastar al Gobierno o para apuntalar liderazgos basados en la simplificación permanente.
El Rey, sin nombrarlo, puso el foco en ese deterioro. Su defensa del oficio tiene, además, un valor añadido: el recordatorio de que la democracia no puede sostenerse solo sobre mayorías parlamentarias, sino también sobre un ecosistema informativo capaz de resistir las presiones de quienes quieren convertir la comunicación en propaganda.
El periodismo como contrapeso, no como trincheras
El diagnóstico de Felipe VI coincide con la inquietud que expresan profesionales de larga trayectoria, preocupados por la deriva que amenaza a la credibilidad de su propio trabajo. La competencia por el clic ha fragmentado el espacio informativo, pero la presión política ha hecho el resto: partidos que desacreditan investigaciones antes de leerlas; dirigentes que insultan a periodistas en redes para evitar responder a sus preguntas; campañas coordinadas para señalar a redacciones completas cuando estas destapan irregularidades.
En este escenario, recordar que el periodismo debe ser una tarea que “va más allá” no es un gesto retórico. Es la constatación de que, en España, la batalla por fijar el relato institucional se libra también en la calle y, sobre todo, en los canales donde la extrema derecha ha encontrado un campo fértil para sembrar sospechas hacia cualquiera que no suscriba su discurso de confrontación.
La defensa de un periodismo riguroso es también una defensa de quienes trabajan a diario para desmontar los bulos que circulan desde determinados partidos y plataformas. Un trabajo que no suele generar titulares, pero que preserva una cierta higiene democrática imprescindible para que el debate político no termine dominado por la estridencia.
La responsabilidad de los partidos ante el deterioro del debate
La intervención del Rey encaja en un contexto en el que la derecha más extrema se reafirma en una estrategia de desprestigio sistemático. No es una percepción: basta observar cómo determinadas formaciones han decidido convertir cualquier crítica en una prueba más de la supuesta “connivencia” entre medios y Gobierno. Es un recurso que no busca la verdad, sino la deslegitimación preventiva de cualquier información que incomode.
Ese clima contamina el funcionamiento institucional. En el Congreso, se ha vuelto habitual que portavoces parlamentarios cuestionen la veracidad de investigaciones publicadas por medios de prestigio, mientras exigen al mismo tiempo que se tomen como hechos verificados bulos difundidos por cuentas anónimas. La paradoja es evidente, pero útil para quienes entienden la política como una sucesión de consignas.
Mientras tanto, el Gobierno mantiene una relación con la prensa marcada por la prudencia y por la conciencia de que cualquier desliz se amplificará en un ecosistema mediático ya predispuesto a aceptar como noticia lo que solo es ruido. Aun así, la defensa institucional del papel del periodista permite, aunque sea de forma sutil, introducir un contrapeso necesario.
No es frecuente que un discurso institucional sobre periodismo suscite tanto análisis. Pero tampoco son frecuentes momentos en los que la calidad democrática se juegue tanto en el terreno de la información. La frase del Rey era sencilla, casi obvia, pero adecuada para el tiempo político que atravesamos: recordar que el buen periodismo no es un accesorio, sino un pilar que sostiene el resto. Incluso cuando a algunos les incomoda.