La coalición de Gobierno en España atraviesa uno de sus momentos más delicados desde su constitución. Mientras Sumar descarta por ahora abandonar el Ejecutivo, eleva el tono y exige explicaciones urgentes al PSOE por los presuntos casos de corrupción y denuncias de acoso sexual que afectan a dirigentes socialistas y que, a su juicio, mantienen al Gobierno en una suerte de parálisis política incompatible con la estabilidad institucional que reclama la legislatura.
El mensaje lanzado por Sumar no es meramente retórico. En boca del diputado de IU Enrique Santiago, el socio minoritario del Ejecutivo ha trasladado una crítica estructural: el problema no es solo la existencia de investigaciones judiciales o denuncias internas, sino la incapacidad del PSOE para gestionar políticamente la crisis, absorber el impacto y reactivar la agenda gubernamental. En términos de poder, Sumar no cuestiona la coalición, pero sí la centralidad operativa del socio mayoritario, al que acusa de estar “enredado” en conflictos internos que bloquean la acción del Gobierno.
Este posicionamiento revela un cálculo estratégico preciso. Sumar no puede permitirse una ruptura, consciente de que su influencia depende de seguir dentro del Ejecutivo, pero tampoco puede aparecer como cómplice pasivo de un PSOE acorralado por los escándalos. La exigencia de una reunión urgente cumple así una doble función: marcar distancia política y, al mismo tiempo, reforzar su papel como garante de la regeneración y la eficacia gubernamental.
Sánchez no comparece hasta 2026
En paralelo, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ha optado por una estrategia de contención institucional. Pese a la presión del Partido Popular, no comparecerá ante el pleno del Congreso antes de final de año para dar explicaciones sobre los casos que afectan a su entorno. La decisión, avalada por los tiempos parlamentarios, tiene un claro trasfondo político: ganar tiempo, evitar una comparecencia en caliente y desplazar el debate a enero, cuando el clima político pueda ser más manejable.
La Mesa del Congreso ha admitido a trámite la solicitud de comparecencia presentada por el PP, al cumplir los requisitos reglamentarios, pero el control del calendario sigue siendo clave. La decisión final sobre la fecha recae en la Junta de Portavoces, cuya convocatoria puede dilatarse hasta bien entrado el nuevo año. En la práctica, esto permite al Gobierno administrar el desgaste y reducir el impacto inmediato de un debate que podría convertirse en un juicio político de alto voltaje.
Desde la oposición, el PP interpreta esta maniobra como una estrategia de bloqueo deliberado. Su portavoz en el Congreso, Ester Muñoz, ha acusado a la presidenta de la Cámara, Francina Armengol, de retrasar la convocatoria de la Junta de Portavoces para evitar una votación que podría prosperar con el apoyo de algunos socios del Gobierno. La acusación apunta a un fenómeno recurrente en los gobiernos en minoría: si una votación puede perderse, lo mejor es que no se produzca.
El trasfondo de esta disputa parlamentaria va más allá del calendario. El PP busca instalar la idea de una “escalada de corrupción” que genera alarma social, mientras el Ejecutivo intenta encapsular el problema y evitar que se convierta en el eje central de la legislatura. En este juego, cada actor mide cuidadosamente sus movimientos. Para el PSOE, comparecer demasiado pronto implica amplificar el escándalo; para Sumar, guardar silencio supone asumir un coste reputacional creciente; para el PP, forzar la comparecencia es una oportunidad de desgaste político.
El resultado es un equilibrio inestable, en el que la coalición sobrevive, pero muestra signos claros de tensión interna. Sumar actúa como socio incómodo, presionando sin romper, mientras el PSOE gestiona el tiempo como un recurso político esencial. La gobernabilidad, entretanto, queda supeditada a la capacidad del Ejecutivo para demostrar que sigue siendo operativo y que los escándalos no han colonizado el centro de decisiones del poder.
En última instancia, lo que está en juego no es solo la comparecencia de Pedro Sánchez ni la supervivencia inmediata del Gobierno, sino la credibilidad de un Ejecutivo de coalición que prometió regeneración, transparencia y estabilidad y no está cumpliendo.