La dimisión de Carlos Mazón como presidente de la Generalitat Valenciana ha abierto una crisis política de alcance nacional. No solo porque pone fin a un gobierno autonómico sostenido en la frágil alianza entre el Partido Popular y Vox, sino porque ha devuelto al tablero político una paradoja que resume el momento político español: el gobierno de Pedro Sánchez exige al PP exactamente lo mismo que el PP exige al Ejecutivo. Ambos piden elecciones.
El ministro de Presidencia, Justicia y Relaciones con las Cortes, Félix Bolaños, fue claro esta mañana: “Después de ponerse de manifiesto el colapso absoluto del gobierno valenciano, la única salida razonable, la única salida democrática son las elecciones”.
Para el Ejecutivo central, la dimisión de Mazón, forzada por las investigaciones judiciales en curso sobre la gestión de la DANA de hace un año, deja a la Comunitat Valenciana en un vacío de poder que solo las urnas pueden resolver.
Bolaños subrayó que “los valencianos están esperando poder acudir a votar” y reprochó al PP “haber mantenido a Mazón al frente de un gobierno que nunca funcionó”. Pero sus palabras resonaron más allá de Valencia: en Madrid, el Partido Popular lleva meses reclamando la disolución de las Cortes Generales y la convocatoria de elecciones anticipadas por parte de Pedro Sánchez.
El Gobierno, en un gesto de espejo político, devuelve ahora el argumento.
La exigencia de Bolaños tiene un tono calculado. En apariencia, responde a la crisis valenciana. En realidad, es una pieza más en la pugna simbólica entre el Ejecutivo y la oposición: quién encarna la legitimidad democrática.
Desde la dirección nacional del PP, Alberto Núñez Feijóo ha reclamado reiteradamente elecciones generales, argumentando que el gobierno de coalición ha perdido la confianza de la mayoría social y que “España necesita estabilidad”. Ahora, es el Gobierno quien replica que es el PP el que ha perdido esa estabilidad en su propio territorio.
En Valencia, ni Feijóo ni Santiago Abascal, que hablaron ayer para intentar contener los daños, han puesto aún nombres sobre la mesa para reemplazar a Mazón. Mientras tanto, el Ejecutivo central aprovecha la parálisis para presentar a la coalición PP-Vox como un experimento agotado, víctima de sus propias contradicciones.
Valencia, epicentro de la fatiga política
La caída de Mazón llega en un contexto de creciente cansancio institucional. En menos de dos años, la Comunitat Valenciana ha pasado de ser uno de los laboratorios de la derecha española, un territorio clave en el rearme del PP tras el ciclo de gobiernos socialistas, a convertirse en un símbolo del colapso.
La alianza con Vox, que Feijóo defendió como “responsable y necesaria para garantizar la gobernabilidad”, ha terminado fracturada por disputas internas sobre políticas de educación, inmigración, igualdad y financiación. El intento de Vox de marcar perfil propio, sumado a la erosión por la mala gestión de la DANA, acabó debilitando a Mazón hasta forzar su salida.
La situación recuerda, en escala autonómica, a la fragmentación que marcó la política nacional tras 2015: gobiernos precarios, socios incómodos y la constante amenaza de ruptura.
Partido Popular: mantener o soltar
En Génova, la dirección del PP intenta contener la crisis con un discurso de continuidad. Fuentes próximas a Feijóo aseguran que “el gobierno valenciano tiene que seguir funcionando” y que se buscará “una figura de consenso que garantice la estabilidad”.
Sin embargo, la palabra consenso parece ajena a la realidad política valenciana. En este contexto, la exigencia de Bolaños a convocar elecciones no solo tiene un componente institucional: es también una apuesta política. El PSOE ve en la crisis valenciana una oportunidad de recuperar terreno electoral en una comunidad que fue clave para la victoria popular de 2023 y que podría volverse decisiva en un próximo ciclo electoral.
Retorno del argumento democrático
El uso estratégico del argumento democrático, “devolver la voz a los ciudadanos”, se ha convertido en el recurso preferido de ambos bloques. Cuando Feijóo lo emplea para pedir elecciones generales, lo hace como crítica al “bloqueo institucional” de Sánchez. Cuando Bolaños lo utiliza en el contexto valenciano, lo hace como denuncia del “colapso autonómico”.
En ambos casos, el subtexto es el mismo: acusar al adversario de haberse desconectado de la voluntad popular. El problema es que esa retórica tiende a vaciar de contenido el propio concepto de estabilidad democrática. Si toda crisis se resuelve con elecciones, el sistema se vuelve rehén del calendario electoral.
La democracia representativa no se mide solo por la frecuencia de las urnas, sino por la capacidad de los gobiernos para resistir las presiones y completar sus mandatos.
Mientras el gobierno y el principal partido de la oposición se acusan mutuamente de “bloqueo” y se exigen elecciones, el país observa un espectáculo que, más que reflejar fortaleza democrática, proyecta la imagen de un sistema exhausto que solo sabe buscar su reflejo en el adversario.
