Los partidos políticos no cambian cuando gobiernan; lo hacen cuando pierden o cuando quienes aún creen en su tradición empiezan a sentir que ya no se reconocen en ella. En el PSOE, ese malestar ha encontrado una voz reconocible. Jordi Sevilla, exministro, economista socialdemócrata clásico, exconsejero delegado de Duro Felguera y expresidente de Red Eléctrica, ha decidido salir del discreto retiro tecnocrático para anunciar algo más ambicioso y más arriesgado que una simple crítica coyuntural: la preparación de una alternativa ideológica dentro del PSOE para revertir lo que considera una deriva populista bajo el liderazgo de Pedro Sánchez.
No se trata, insiste, de fundar un nuevo partido ni de cruzar el Rubicón hacia el Partido Popular. Su objetivo declarado es más incómodo: recuperar el PSOE para la socialdemocracia, precisamente desde dentro de una organización que, a su juicio, ha cambiado de naturaleza sin admitirlo abiertamente. El manifiesto que presentará en enero pretende ser un punto de partida, no un golpe interno. Pero en política, los manifiestos rara vez son inocentes. Y mucho menos en el PSOE sanchista.
Crisis identitaria
El planteamiento de Sevilla no nace del trauma de una derrota inmediata, sino de una percepción más profunda: según el exministro, el PSOE gobierna, pero ya no gobierna como socialdemocracia. En su diagnóstico, el giro se produjo con el “abrazo” a Podemos y la normalización de una lógica política más populista que reformista, más reactiva que estructural. La amnistía, los pactos con Bildu y la centralidad del conflicto territorial aparecen, para Sevilla, como síntomas, no como causas.
Este argumento conecta con un debate más amplio que atraviesa a la izquierda europea. Desde Francia hasta Alemania, los partidos socialdemócratas han sobrevivido electoralmente a costa de diluir su identidad programática, sustituyendo la redistribución estructural por la gestión del conflicto cultural y la política de alianzas tácticas. El problema no es solo qué políticas se aprueban, sino qué horizonte se ofrece.
Sevilla apunta a una paradoja incómoda: bajo un gobierno que se autodefine como progresista, las rentas del capital han sido las más beneficiadas, mientras la pobreza infantil sigue siendo una de las más altas de la Unión Europea. El Ibex 35 prospera, algo que un socialdemócrata ortodoxo no vería como un problema, sino como una oportunidad redistributiva, pero esa prosperidad no se traduce en una narrativa coherente de justicia social.
La maquinaria del partido
Más inquietante que las decisiones políticas concretas es, para Sevilla, la transformación organizativa del PSOE. Habla abiertamente de “cesarismo”: una estructura centrada en el liderazgo personal, con contrapesos debilitados en el Comité Federal, la Ejecutiva y las federaciones territoriales. Los ministros como delegados de control orgánico sustituyen a los debates internos. El partido funciona, pero no delibera.
Este modelo no es exclusivo de España. Es una tendencia observable en democracias donde la fragmentación parlamentaria y la comunicación política permanente refuerzan el poder del líder frente a las estructuras colectivas. Pero en un partido socialdemócrata, esa concentración resulta especialmente problemática: la socialdemocracia necesita mediaciones, no clubes de fanáticos.
La advertencia de Sevilla es casi histórica. Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero también parecían invulnerables en su momento. Los liderazgos personalistas, recuerda, suelen ser sólidos hasta el día siguiente.
Consciente del riesgo generacional, Sevilla se esfuerza en marcar distancia con el fantasma de Suresnes. No busca una revancha de los veteranos ni un ajuste de cuentas con la militancia joven. Al contrario: insiste en que deben ser los jóvenes quienes “tiren del carro”. El movimiento que propone no pretende enfrentar edades, sino reconstruir una cadena de transmisión ideológica que se ha roto.
Aquí aparece una intuición política relevante: muchos de los potenciales apoyos a esta alternativa ya no están dentro del partido. Algunos se marcharon, otros fueron expulsados, otros nunca militaron. De ahí la decisión de no crear una corriente interna formal y optar por un movimiento más amplio, de militantes y simpatizantes, que actúe como laboratorio de ideas antes que como aparato.
Pragmatismo
Sevilla no oculta su pragmatismo. Sabe que los partidos no cambian por manifiestos, sino por incentivos. Las derrotas electorales consecutivas y dolorosas y las que puedan venir en Aragón, Castilla y León o Andalucía podrían alterar percepciones, urgencias y silencios. El resultado de María Jesús Montero en Andalucía será, en ese sentido, una prueba clave: no todas las derrotas pesan igual dentro de un partido.
El núcleo del reproche de Sevilla no es moral, sino político. Acusa al gobierno de estar absorbido por la gestión permanente de alianzas y conflictos (Puigdemont, Podemos, la aritmética parlamentaria) mientras descuida los grandes vectores clásicos de la socialdemocracia: desigualdad, pobreza infantil, redistribución, movilidad social. Gobernar se ha convertido en resistir.
Desde esta perspectiva, su iniciativa no busca tumbar a Pedro Sánchez, sino reintroducir una pregunta que el PSOE parece haber dejado de formularse: ¿para qué gobierna la izquierda cuando gobierna?
Advertencia interna
Como ocurre a menudo en política, lo más interesante del movimiento de Jordi Sevilla no es si tendrá éxito, sino lo que revela. Indica que dentro del PSOE (y por extensión en la izquierda europea) crece la sensación de que ganar elecciones no basta si se pierde el relato. Que la estabilidad de un liderazgo no garantiza la coherencia de un proyecto. Y que la socialdemocracia, cuando deja de hablar de poder económico y redistribución, se vuelve vulnerable a quienes sí lo hacen desde otros registros.
Sin embargo, Jordi Sevilla no es la solución porque enmarca su movimiento dentro de un modelo de socialdemocracia que ya ha fracasado. La redistribución de la riqueza a la que apela el exministro sólo tiene en cuenta los puntos en los que funcionó tras la II Guerra Mundial, cuando el capitalismo tenía una naturaleza absolutamente opuesta a la actual. Pragmatismo en la gestión, posiblemente sea la solución, pero el gran problema es que el progresismo está todavía anclado en los valores del siglo pasado y no ha hecho la reestructuración fundamental de posicionamiento tras la crisis de 2008. Cambios en el PSOE no es que sean necesarios, son vitales para la democracia española. El problema es que el mesianismo no puede cambiar de bando y, desde luego, Jordi Sevilla no es la solución.