La declaración de Alberto Núñez Feijóo, de nuevo sin preguntas, devuelve a la escena un patrón conocido: la exigencia de dimisión del presidente del Gobierno como gesto casi ritual. Esta vez lo hace bajo la acusación de abuso de poder y ataque a la independencia judicial, en un contexto marcado por la condena al fiscal general. Pero la reiteración del mensaje no oculta las grietas de un discurso que parece necesitar más del fallo que del análisis riguroso de sus implicaciones.
Un guion repetido con pretensión de excepcionalidad
Cuando Feijóo sostiene que Sánchez debe dimitir “con un mínimo de decencia”, no ofrece un argumento nuevo, sino la enésima reformulación de una exigencia que lanzó incluso en momentos en los que no había sentencia alguna de por medio. La ironía es que, cuanto más se repite la misma acusación, menos excepcional resulta. Lo extraordinario deja paso a la rutina, y la gravedad que pretende transmitirse se diluye en la frecuencia.
Su intervención se construye en torno a una premisa: el Gobierno habría actuado contra la independencia judicial por haber mostrado apoyo al fiscal general. Este razonamiento exige un salto interpretativo notable. Que un Ejecutivo exprese respaldo político a uno de sus altos cargos no constituye injerencia alguna, a menos que se confunda opinión con presión y valoración pública con intervención en la jurisdicción. Y esa confusión, lejos de aclarar el debate, lo enturbia.
El Supremo como argumento y como refugio
Feijóo declara su apoyo explícito a los magistrados que han condenado a García Ortiz. No se detiene en las discrepancias internas del tribunal ni en los votos particulares, que siempre arrojan matices incómodos para quien busca presentar una decisión judicial como un bloque monolítico. Tampoco repara en la interpretación penal expansiva que ha generado polémica en ámbitos jurídicos. Para él, el fallo no plantea dudas, sino una oportunidad política.
El líder del PP sostiene además que la separación de poderes ha sido “completamente atropellada”. Llama la atención que atribuya ese atropello no al órgano que ha decidido sobre la base de criterios discutibles, sino al Gobierno que expresa su desacuerdo con la sentencia. En la arquitectura democrática, la independencia judicial es una garantía, no un tabú. Criticar una decisión judicial no constituye ataque alguno, salvo que se pretenda instaurar el silencio como forma de respeto.
El fiscal convertido en instrumento político
La afirmación más delicada de Feijóo es aquella en la que asegura que García Ortiz no actuó “por su cuenta y riesgo”, sino que fue “un peón en la estrategia política del Ejecutivo”. Esta construcción implica atribuir al fiscal general una condición de mero ejecutor, sin autonomía ni criterio, que difícilmente se ajusta a la lógica institucional del Ministerio Público.
Despojar de responsabilidad a García Ortiz para cargarla sobre el Gobierno no solo es una operación política: es una forma de negar la estructura jerárquica y profesional de la fiscalía. También es una insinuación seria: la de que las decisiones procesales responden a dictados partidistas. Esa tesis, presentada sin pruebas, no contribuye a reforzar la confianza en el sistema de garantías, sino a erosionarlo desde el discurso. Y aquí aparece la ironía más fina: quienes denuncian supuestas injerencias políticas en la justicia no dudan en describir la fiscalía como un brazo del Gobierno cuando el relato lo exige.
Un uso interesado del concepto de independencia
Que la independencia judicial pueda convertirse en eslogan no es una novedad. Pero sí resulta problemático cuando quien recurre a él olvida matices esenciales: que la independencia se garantiza por el funcionamiento interno de los tribunales, no por la conveniencia retórica del partido que se siente momentáneamente respaldado por un fallo.
La independencia judicial no es un instrumento de combate político. Es un pilar institucional. Y utilizarla como arma arrojadiza genera un efecto corrosivo, porque coloca a los tribunales en el centro de una pugna que no les corresponde. La justicia deja de ser un poder del Estado para convertirse, según convenga, en árbitro, víctima o herramienta del relato.
Una acusación que se agota en sí misma
La petición de Feijóo a la dimisión del presidente no parece orientado a abrir un debate real sobre la relación entre Ejecutivo y justicia. Más bien parece encaminarse a consolidar un marco de sospecha permanente, donde cada decisión institucional pueda presentarse como prueba de abuso.
Pero la crítica, para ser eficaz, necesita algo más que la insistencia. Requiere una lectura rigurosa del funcionamiento institucional, de los procedimientos, de la autonomía de los órganos y de los límites de cada poder. Lo que se escuchó en Génova fue, en cambio, un relato construido para reforzar una tesis previa, no para iluminar la complejidad del caso.