Los escándalos de corrupción nunca estallan en silencio. En la política española, resuenan como pruebas de estrés sobre arquitecturas de poder que, a veces, revelan sus puntos de fractura de manera inesperada. El caso Ábalos, que ha llevado a prisión preventiva al exministro y a su asesor Koldo García, ha desencadenado uno de esos momentos. Pero lo más significativo no es ya la erosión que causa en el PSOE, sino el modo en que sus propios aliados parlamentarios han empezado a hablar. Cuando un socio del Gobierno comienza a advertir públicamente a Pedro Sánchez que “espabile”, la crisis deja de ser meramente judicial para convertirse en una prueba de estabilidad.
Alberto Ibáñez, diputado de Compromís adscrito a Sumar, fue explícito. El Gobierno, dijo, “llega tarde”, y la paciencia “se puede acabar”. No es el tipo de frase que se lanza a la ligera a un Ejecutivo que depende, aritméticamente, de cada voto. Pero refleja un clima político más profundo: la convicción, creciente dentro del bloque progresista, de que el PSOE ha perdido el control de la narrativa sobre la corrupción y corre el riesgo de convertir su estrategia defensiva en un pasivo institucional.
Erosión silenciosa
El núcleo del malestar no reside tanto en la detención de José Luis Ábalos (un hecho grave pero individualizable) como en la sensación de que La Moncloa ha optado por una actitud reactiva, informando a sus socios y a la ciudadanía a través de filtraciones y titulares en prensa. La imagen es la de un gobierno que se defiende a golpes de improvisación y cuyo presidente, pese a su habilidad táctica habitual, parece moverse a la zaga de los acontecimientos.
Para Compromís, este modo de gestionar la crisis tiene consecuencias políticas tangibles. El Ejecutivo prometió una comisión de investigación que no llega, anunció reformas anticorrupción que no se concretan y dejó morir la comisión previa sobre el caso mascarillas sin llamar a los protagonistas de la trama Koldo. En términos institucionales, es una oportunidad perdida; en términos parlamentarios, es dinamita. Si la agenda anticorrupción del gobierno es percibida como dilatoria, los socios pueden sentirse no solo ignorados, sino arrastrados por la misma sombra que intentan combatir.
Problema sistémico
La polémica se agrava por un elemento más sutil: el discurso de Ábalos desde prisión. Sus insinuaciones sobre la existencia de lawfare funcionan como un recordatorio incómodo de la facilidad con que en España se puede instrumentalizar la sospecha sobre la judicatura. Ibáñez lo expresó con claridad: en este clima, algunos actores políticos solo creen a los jueces cuando fallan a su favor. El resultado es una doble erosión: de la confianza en las instituciones y de la capacidad del Gobierno para liderar una respuesta creíble.
Compromís evita caer en el terreno pantanoso de las acusaciones sin pruebas. Ibáñez admite que no se cree las versiones de Ábalos, pero recuerda que la presunción de inocencia debe preservarse. Es un equilibrio difícil los socios del Gobierno no quieren romper, pero tampoco cargar con el coste político de un escándalo que sienten que no están gestionando.
Impaciencia
La diputada Águeda Micó subraya esta incomodidad desde otro ángulo. La cuestión no es solo qué ocurrió en torno a Ábalos, sino si el Gobierno ha tomado medidas para evitar que casos similares se repitan. Micó menciona empresas como Acciona y recuerda que han pasado meses sin que el Ejecutivo dé explicaciones ni impulse reformas. Su diagnóstico es simple: Pedro Sánchez “no lo tiene fácil”, pero cuanto más tarde, menos margen tendrá.
Lo que en otro momento habría sido un murmullo interno se ha convertido ahora en un recordatorio público del delicado equilibrio que sostiene al Ejecutivo. Cuando los aliados comienzan a formular preguntas que hasta hace poco solo hacía la oposición se abre un nuevo ciclo político.
Coalición fatigada
La crisis Ábalos no parece, por sí misma, capaz de derribar al Gobierno. Pero revela algo más importante: la fatiga interna de la coalición, la falta de reflejos de La Moncloa ante la corrupción interna y el riesgo de que la agenda legislativa quede eclipsada por la gestión de un escándalo que el presidente no controla del todo. La corrupción, en España, rara vez es lineal; es un proceso político que desgasta por goteo. Y ese desgaste se multiplica cuando quienes deberían apuntalar al Gobierno comienzan a marcar distancia pública.
Si Sánchez no “espabila”, como reclama Compromís, el precio no será solo reputacional. El Ejecutivo podría verse atrapado en un ciclo de desconfianza interna justo cuando necesita la máxima cohesión para sobrevivir en un Parlamento fragmentado. Y en la España política de 2025, la paciencia es un recurso tan valioso como escaso.