El acoso de la extrema derecha a políticos y partidos demócratas llega a Bruselas

Félix Bolaños ha sido contundente en Luxemburgo: "Los ultraderechistas que asolan la Unión Europea están acosando a los responsables políticos, tanto en redes sociales, con violencia verbal, como también en ocasiones lamentablemente con violencia física"

13 de Octubre de 2025
Actualizado a las 11:40h
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Bolaños Ultras Acoso
Félix Bolaños en una imagen de archivo | Foto: Ministerio de Justicia

Luxemburgo no suele ser el escenario de grandes definiciones ideológicas. Sin embargo, se ha convertido en un espejo del malestar político que atraviesa al continente. En la reunión de ministros de Justicia de la Unión Europea, el español Félix Bolaños sintetizó una preocupación cada vez más compartida en Bruselas y más allá: el acoso organizado contra los representantes políticos (desde la violencia verbal en redes sociales hasta las amenazas físicas) no es solo un problema de orden público, sino un desafío directo a la democracia liberal europea.

“Defender a quienes dan la cara por la democracia es defender la democracia misma”, dijo Bolaños a su llegada al encuentro. El mensaje, aunque dirigido al contexto español, resonó en una Europa en la que los límites del debate político se difuminan ante la ola de populismos y extremismos que capitalizan el descontento social y erosionan las instituciones democráticas desde dentro.

El auge de la política del acoso

El acoso político no es nuevo, pero su escala y naturaleza han cambiado. En una época en la que las redes sociales amplifican la indignación y recompensan la hostilidad, los líderes públicos (desde alcaldes locales hasta ministros nacionales) se enfrentan a un nivel de exposición sin precedentes. Según la Agencia de Derechos Fundamentales de la UE, más del 40% de los representantes políticos en Europa han sufrido algún tipo de amenaza o violencia en los últimos tres años.

Detrás de muchas de estas campañas hay un patrón reconocible: actores políticos o mediáticos vinculados a movimientos ultraderechistas, que explotan el resentimiento ciudadano para deslegitimar a las élites y presentar la violencia simbólica como una forma legítima de resistencia. El acoso, en este sentido, no es un efecto colateral del debate democrático, sino una estrategia política deliberada.

En países como Alemania, Francia o España, el fenómeno se ha intensificado con las campañas de desinformación y los ecosistemas mediáticos alternativos. Las mismas redes que hace una década prometían democratizar la palabra se han convertido en laboratorios de polarización donde la línea entre crítica y acoso se vuelve cada vez más difusa.

Entre la libertad y la protección

El dilema que los ministros europeos discutieron en Luxemburgo revela la tensión estructural del liberalismo contemporáneo: ¿cómo proteger a los representantes públicos sin restringir el debate libre que constituye el núcleo de la democracia?

El documento de trabajo de la presidencia danesa del Consejo de la UE plantea esa pregunta en términos casi filosóficos: ¿deben los políticos tener un umbral mayor de tolerancia al insulto y la crítica que los ciudadanos comunes? La respuesta no es sencilla. Un exceso de protección podría alimentar la percepción de inmunidad o privilegio, mientras que la inacción podría normalizar la intimidación como herramienta política.

El desafío, por tanto, no radica solo en reformar los marcos judiciales, sino en reconfigurar el ecosistema público europeo. La justicia puede castigar la amenaza, pero no puede reconstruir por sí sola la confianza cívica ni la cortesía democrática.

La democracia como sistema de defensa

Bolaños, en su intervención, situó el problema en un marco más amplio: “Los sistemas judiciales deben ser capaces de dar una respuesta eficaz, porque eso es defender la democracia”. La frase, aparentemente técnica, encierra una advertencia política: las democracias europeas están siendo sometidas a una prueba de resistencia.

El riesgo no es solo la violencia puntual contra políticos, sino la erosión del principio de representación. Si participar en la vida pública implica exponerse a amenazas constantes, el precio de servir al Estado se vuelve demasiado alto, y los más competentes (o los más prudentes) se retirarán del juego.

En el fondo, Europa enfrenta una paradoja inquietante: mientras las instituciones se esfuerzan por proteger la libertad de expresión, una parte creciente de su ciudadanía la utiliza para socavar las reglas del diálogo democrático. Las democracias liberales, diseñadas para garantizar pluralismo y deliberación, están siendo atacadas con sus propias armas.

Una batalla de largo aliento

La propuesta española de articular una “respuesta eficaz” judicial al acoso político no resolverá el problema por sí sola. Pero marca un giro importante: la comprensión de que la defensa de la democracia europea requiere no solo urnas y tribunales, sino también espacios seguros para la deliberación pública.

Como en tantas otras crisis recientes (desde la pandemia hasta la guerra en Ucrania), la Unión Europea se ve obligada a repensar los límites de su propia tolerancia. El acoso político no es un síntoma aislado, sino un recordatorio de que la democracia, para sobrevivir, necesita algo más que buenas leyes: necesita coraje institucional, vigilancia cívica y una noción compartida de respeto.

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