En su libro La Viena de fin de siglo, Carl Schorske identificó una relación fundamental que resuena con inquietante actualidad: la vanguardia artística surgió como respuesta directa a la crisis del liberalismo. Esta relación ofrece un espejo sorprendentemente nítido para comprender el actual auge de la extrema derecha y la instrumentalización de la crisis migratoria. Aunque los actores y las épocas difieren, la lógica subyacente de la fractura social y la reacción antiliberal presenta paralelismos asombrosos.
Al igual que a finales del siglo XIX, hoy presenciamos cómo un orden liberal, que se consideraba el marco unificador de la sociedad, se fragmenta ante la percepción de una disrupción causada por los flujos migratorios. Si entonces la llegada de "masas urbanas" con "lenguajes diversos y formas de vida ajenas" generó una crisis de gobernabilidad, hoy la extrema derecha articula un discurso similar, presentando la inmigración como una amenaza existencial a la identidad nacional y al sistema político establecido. En ambos casos, el "otro", el inmigrante, funciona como el catalizador que evidencia las grietas del modelo liberal, incapaz de gestionar la diversidad sin generar una reacción identitaria y nacionalista.
La vanguardia histórica emergió como una respuesta que rechazaba de plano los pilares del liberalismo: el consenso, el pacto y la representación mayoritaria. De forma análoga, la extrema derecha contemporánea construye su proyecto político sobre el desmantelamiento de estos mismos principios. Sustituye la negociación democrática por una "lógica de la batalla", enmarcando la política como una guerra cultural sin cuartel. El objetivo ya no es alcanzar un acuerdo, sino "asaltar los centros de control cultural" —medios de comunicación, universidades, instituciones artísticas— para imponer una nueva jerarquía de valores. La "percepción conspirativa" que el texto atribuye a la vanguardia es, quizás, el eco más claro en la actualidad: la retórica de la extrema derecha se nutre de teorías sobre élites globalistas y complots culturales destinados a socavar la soberanía y la tradición.
Además, la estrategia vanguardista de privilegiar "el estado de excepción por encima de la normalidad jurídica" resuena en las propuestas de la nueva derecha, que a menudo aboga por medidas extraordinarias en materia de seguridad y fronteras, desafiando los marcos legales y los derechos fundamentales en nombre de una emergencia nacional. Las tácticas de "provocación" y la oposición de una "lógica sectaria a la mayoritaria" son el pan de cada día en la comunicación política actual, donde el escándalo y la polarización son herramientas para movilizar a una base fiel contra un supuesto consenso social corrupto. Así como la vanguardia buscó una ruptura radical entre cultura y democracia, presentándolas como "fuerzas antagónicas", la extrema derecha contrapone la "voluntad del pueblo" (su pueblo) al "gusto mayoritario" y al conocimiento validado por el consenso científico o académico, tachándolos de elitistas y antidemocráticos. En este escenario, el político o el activista de extrema derecha, al igual que el artista moderno descrito por Walter Benjamin, actúa como un "agente doble", utilizando las plataformas y libertades del sistema liberal con el fin último de subvertirlo desde dentro.