La frase “improrrogable” aparece en el último auto del Tribunal Supremo, que exige al Ejecutivo cumplir, sin excusas, la orden emitida el pasado marzo para garantizar el acceso y permanencia de alrededor de mil menores extranjeros no acompañados solicitantes de asilo en el sistema estatal de acogida. La situación en el archipiélago canario —hacinamiento, recursos al límite, retrasos en la tramitación— se convierte en espejo de una tensión estructural: ¿puede un Estado mantener un sistema de protección digno sin que la espera sea ya parte del daño?
La cuenta atrás de una obligación judicial
El auto del Tribunal Supremo no llega como resultado de un debate académico, sino tras múltiples advertencias, informes y requerimientos previos. En marzo de 2025 el Alto Tribunal estableció que la Administración General del Estado debía garantizar el acceso y la permanencia de estos menores no acompañados al Sistema Nacional de Acogida de Protección Internacional (SNAPI) en plazos cortos. Desde entonces, la Comunidad Autónoma de Canarias viene señalando que la situación permanece crítica: las instalaciones están sobrecargadas, los menores siguen bajo tutela regional —y no estatal—, y la derivación prometida por el Estado avanza a ritmo demasiado lento. El Supremo define hoy ese ritmo como “manifiestamente inadmisible”.
La nueva orden —plazo de 15 días para acatar sin “excusa o reparo”— pone en evidencia el quiebre entre la letra del mandato y su ejecución práctica. No se trata ya únicamente de declarar voluntad política, sino de movilizar medios, personal, infraestructuras, coordinación autonómica-estatal, y asegurar que los derechos de menores en situación de especial vulnerabilidad dejen de depender de la capacidad de “adelantar expedientes”. Porque los trámites, cuando tardan, pueden convertirse en parte del daño: la espera prolongada, la inestabilidad, el hacinamiento, ejercen un coste real.
Un sistema bajo tensión: infancia migrante y recursos públicos
El archipiélago canario acoge desde hace años un flujo elevado de menores migrantes no acompañados, muchos de los cuales han solicitado protección internacional. Una respuesta humanitaria adecuada exigía un sistema ágil, recursos bien dimensionados y corresponsabilidad estatal. Pero lo que acontece ahora evidencia que el engranaje público se atasca: la Comunidad Autónoma señala que el Estado ha trasladado sólo una fracción de los menores que la orden judicial estimaba el año pasado. El Ejecutivo, por su parte, apunta a que la documentación no siempre está completa, a que se avanza en la habilitación de plazas peninsulares y a que los traslados efectivos se producen con cuentagotas.
Desde una mirada comprometida con la justicia social, esta tensión no es meramente técnica. Cuando un niño o niña solicitante de asilo carece de un lugar estable, de evaluación pronta, de protección real, lo que queda en juego no es sólo el buen funcionamiento de la administración: es su derecho a la infancia. Los mecanismos públicos de acogida, tutela, integración y acceso a la escolarización o la salud se convierten en la última línea de defensa frente a la exclusión. La demora —o la respuesta parcial— es ya una vulneración estructural de ese derecho, no un simple fallo puntual.
Hacia una corresponsabilidad real
El mandato del Tribunal Supremo recuerda al Estado que su obligación es directísima, expresa y urgente. Pero también interpela al conjunto del sistema autonómico y estatal. No basta con pronunciar que se acogerá a los menores: es imprescindible que se garantice que esta acogida sea digna, eficaz y distribuida; que no quede sometida a la lógica de la “emergencia” permanente; que esa emergencia no sea utilizada como excusa para una atención fragmentada o temporal.
El reto es mayúsculo: implica presupuestos, planificación, coordinación entre administraciones, supervisión especializada, personal formado en protección de la infancia, infraestructuras adecuadas. Y también una voluntad política que no se confunda con el discurso. Porque la letra puede cumplirse superficialmente —plazas abiertas, traslados anunciados—, sin que los menores realmente pasen a una situación de seguridad, cuidado y acompañamiento que corresponde a su condición de solicitantes de asilo. En ese sentido, la urgencia marcada por el Tribunal no admite dilación: los plazos ya son parte del problema, no una variable.
La conclusión que cabe extraer no es una moraleja, sino una constatación: la protección de la infancia migrante no debe depender de la buena voluntad, ni de la gestión ralentizada, ni de un “proceso” que se eterniza. La orden judicial de los 15 días es mucho más que un ultimátum técnico: es un plazo cristalizado en derechos, un derecho que ante todo exige ser efectivo. Y los niños y niñas que hoy están en espera no deben ser la variable de ajuste de ningún retraso institucional.