La política española vuelve a girar en torno a un viejo conocido: la sospecha de corrupción dentro de las estructuras de poder. Esta vez, los focos apuntan a una serie de grabaciones atribuidas a Koldo García, exasesor ministerial, que comprometen a figuras de peso en el PSOE, entre ellas el exministro José Luis Ábalos y el ex secretario de Organización Santos Cerdán. Durante meses, la defensa de los implicados ha sembrado dudas sobre la autenticidad de los audios, sugiriendo manipulaciones o ediciones interesadas. El análisis pericial de la Guardia Civil, encargado por el Tribunal Supremo, ofrece ahora una respuesta clara, aunque matizada: no se han hallado trazas de manipulación.
El dictamen no es irrelevante. En la era digital, donde los “deepfakes” y las ediciones sofisticadas son una amenaza constante, la fiabilidad de la prueba electrónica es el núcleo de cualquier causa judicial. Los peritos del Departamento de Ingeniería Digital concluyen que los archivos son consistentes con grabaciones hechas en dispositivos iOS sin alteraciones sustanciales.
El relato de la corrupción
Más allá de lo técnico, lo sustancial es lo que dicen los audios: conversaciones que, según el magistrado instructor, recogen de forma explícita el cobro de comisiones a cambio de contratos de obra pública y la distribución de esos fondos entre diversos actores. Para el juez, las palabras hablan por sí mismas; para la defensa, se trata de un teatro en el que Koldo García actuó como provocador, con la intención de fabricar pruebas contra sus antiguos compañeros de filas.
El argumento de “agente encubierto” recuerda a viejas estrategias de defensa en casos de corrupción política, pero esta vez se enfrenta a un problema estructural: la desconfianza ciudadana hacia las instituciones. Cuando una parte significativa del electorado asume que las élites políticas utilizan el poder para beneficio propio, los detalles técnicos de la autenticidad de una grabación se vuelven secundarios. El daño ya está hecho.
Un problema político y judicial
El caso Koldo no es simplemente un proceso penal; es un episodio más en la larga erosión de credibilidad de la política española. El PSOE se enfrenta a un dilema incómodo: aunque la justicia dirima la culpabilidad individual, la opinión pública percibe el caso como un reflejo de la cultura de impunidad que ha impregnado tanto a gobiernos socialistas como populares en las últimas décadas.
Este es el verdadero terreno de batalla: no tanto los tribunales, sino la arena política. La oposición no perderá la ocasión de retratar el caso como una muestra de decadencia institucional, mientras el Gobierno intenta encapsularlo como un episodio aislado. Pero, en un contexto en el que la corrupción se ha convertido en sinónimo de desafección democrática, ambas narrativas son limitadas.