Durante meses, la administración de Donald Trump ha sostenido una cruzada retórica contra lo que denomina fraude hipotecario: el uso indebido del estatus de residencia principal para obtener mejores condiciones crediticias. Funcionarios afines, desde la Agencia Federal de Financiamiento de Viviendas hasta portavoces de la Casa Blanca, han presentado estas irregularidades como un crimen moral y financiero. Sin embargo, registros notariales de Florida, a los que Diario Sabemos ha tenido acceso, muestran que Trump hizo exactamente aquello que ahora denuncia.
En diciembre de 1993, Trump firmó una hipoteca para una casa estilo Bermudas en Palm Beach, comprometiéndose a convertirla en su residencia principal en un plazo de 60 días. Siete semanas más tarde obtuvo otra hipoteca, esta vez para una mansión vecina de siete dormitorios, y declaró nuevamente que sería su residencia principal.
En realidad, Trump no vivió en ninguna de las dos propiedades. Ambas se alquilaron como inversiones inmobiliarias casi desde el primer día. Los anuncios en la prensa local y los testimonios de Shirley Wyner, agente de alquiler de las viviendas y colaboradora de la familia Trump, confirman que fueron concebidas como propiedades de renta, en abierta contradicción con lo firmado en sus acuerdos hipotecarios.
Lo que hoy la administración Trump describe como una señal inequívoca de fraude, es decir, tener dos hipotecas declaradas como residencia principal, fue entonces una práctica personal del propio Trump.
Los expertos en derecho hipotecario afirman que tener dos hipotecas de residencia principal puede ser legal en determinadas circunstancias. Sin embargo, subrayan que los préstamos de Trump exceden incluso el estándar de sospecha establecido por su propio gobierno. Trump ha considerado que este tipo de tergiversación es suficiente para impedir que alguien sirva al país.
La administración, por su parte, ha sostenido públicamente que el solo hecho de tener dos residencias principales declaradas es “evidencia criminal”. Pero aquí la acusación termina reflejándose en el espejo.
El argumento defensivo de la Casa Blanca, esto es, que el mismo prestamista no podría haberse defraudado a sí mismo, parece más un recurso retórico que jurídico. No responde a la pregunta fundamental: ¿por qué las reglas que Trump usa contra sus opositores no aplica a su propio historial?
Lo que está en juego va más allá de dos casas en Palm Beach. La administración Trump ha convertido el estatus hipotecario en un arma política. La fiscal general de Nueva York, Letitia James, y la gobernadora de la Reserva Federal, Lisa Cook, han sido señaladas por situaciones análogas, aunque más inocuas que las del propio Trump.
En el caso de Cook, el presidente de los Estados Unidos llegó a usar las hipotecas como argumento para justificar un intento de despido, un gesto sin precedentes hacia un órgano diseñado para ser independiente.
En el caso de James, el patrón fue similar: Trump la acusó de beneficiarse de condiciones crediticias favorables al tratar una segunda residencia como inversión, una contradicción menor comparada con la suya.
Esta estrategia de convertir tecnicismos hipotecarios en armas políticas revela un mecanismo central del estilo trumpista: transformar aspectos administrativos en símbolos morales de deslealtad. Sin embargo, como toda arma política de precisión dudosa, corre el riesgo de detonarse en las manos de quien la maneja.
Legalmente, las hipotecas de Trump están prescritas. No hay riesgo penal, por más irregularidades que contengan. Pero el verdadero problema no es jurídico, sino narrativo.
Trump ha puesto el listón tan bajo para definir el fraude hipotecario que termina incriminado por su propio estándar. Pocas veces un discurso gubernamental ha creado una trampa tan eficaz para su autor.
Esta disonancia revela una tensión profunda en el trumpismo: la política como espectáculo moral. En ella, la acusación no necesita análisis contextual; solo una señal clara de deslealtad para activar la maquinaria mediática y judicial. Pero cuando el espectáculo se vuelve contra su protagonista, lo que queda al descubierto es la fragilidad del método.
Las hipotecas de Trump en Palm Beach no son un caso marginal de la década de 1990. Son una ventana al funcionamiento interno de una política construida sobre la lógica de la sospecha y la lealtad.
El episodio muestra algo más que contradicción: expone el modo en que la política populista convierte lo administrativo en moral y lo moral en arma. Mientras sus aliados niegan cualquier motivación partidista en sus investigaciones hipotecarias, la ausencia total de casos contra republicanos erosiona la credibilidad de la cruzada.