La cumbre de Sharm el Sheij aspira a poner sello de “paz” a una tregua cogida con alfileres. Es un escaparate diplomático que llega tras dos años de devastación en Gaza y con un dato brutal que nadie desmiente: decenas de miles de civiles muertos, un territorio arrasado y la infancia reducida a cicatrices. Allí, Donald Trump se cuelga la medalla de una “hoja de ruta” definida sin que palestinos ni israelíes ocupen su silla a la hora de firmar; y Benjamín Netanyahu, desde Jerusalén, avisa de que “la guerra no ha terminado”, saboteando de facto cualquier esperanza de calma real. Entre la fanfarria y el sufrimiento, la verdad es incómoda: no hay paz si el ocupante anuncia que volverá a apretar el gatillo y si el supuesto mediador usa a Gaza como tarima electoral.
Conviene decir las cosas con palabras sencillas. “Alto el fuego” no es “paz”: es parar los disparos un tiempo corto. “Intercambio” no es justicia: es usar vidas humanas como fichas. Y “garantes” no son magos: son Estados con intereses propios que prometen vigilar un acuerdo que ni siquiera han querido someter a las víctimas del conflicto. La cumbre puede repartir sonrisas y comunicados; lo que no puede es ocultar que la reconstrucción de Gaza exige un compromiso verificable, financiación sostenida, apertura humanitaria sin vetos y un final nítido de la ocupación. Nada de eso cabe en una foto de familia.
Lo que de verdad está en juego
Gaza no es un tablero; es un lugar donde falta agua, medicinas y techo. La prioridad es detener la violencia y proteger a la población civil. Eso significa: entrada masiva de ayuda, hospitales operativos, escuelas abiertas y electricidad estable. Cualquier plan que no empiece por ahí es propaganda. El segundo paso es igual de claro: desmilitarizar a los actores armados ilegales y, a la vez, terminar con las prácticas de castigo colectivo, demoliciones y bloqueos que Israel aplica sobre toda la Franja. La seguridad no se construye a base de arrasar barrios, ni se garantiza con bombardeos repetidos. Se construye con derechos.
La tercera pata es política: elecciones palestinas libres cuando existan condiciones reales, gobierno civil con competencias plenas y presencia internacional que acompañe, no que supla ni que imponga. El “comité tecnócrata” del que hablan algunos borradores suena bien en inglés, pero en castellano debe significar algo concreto: un gabinete palestino de profesionales con legitimidad social, supervisado por una misión internacional independiente, no por ambiciones personales de Trump ni por amigos de su agenda.
El plan de Trump: la paz como espectáculo
Trump aterriza con un libreto ya conocido: titulares gruesos, promesas vagas y la idea de que basta con su presencia para que todo ocurra. No es así. El supuesto “plan de paz” se ha presentado como un catálogo de 20 medidas que mezclan canjes, replegues parciales y previsiones de futuro difusas. Nada asegura su cumplimiento, nada especifica consecuencias si se viola y, lo más grave, se ha escamoteado la voz palestina en el momento de la foto. Es inaceptable. La paz no se firma sobre el silencio de quien pone los muertos y soporta la ruina.
Además, Trump pretende monopolizar el papel de árbitro cuando su historial en la región está marcado por decisiones incendiarias y por una retórica que blanquea abusos si convienen a su narrativa. No se puede ser juez y parte. Su presencia en la Kneset mientras Netanyahu repite que “la guerra no ha terminado” convierte la cumbre en un teatro: el mediador aplaude, el belicista amaga, y el pueblo palestino paga la factura.
Netanyahu: fabricar miedo para no rendir cuentas
Netanyahu ha hecho de la guerra su escudo. Cada vez que se asoma un mínimo de descompresión, vuelve a agitar la amenaza para esquivar responsabilidades: por los bombardeos, por las hambrunas inducidas, por la destrucción de infraestructuras civiles y por bloquear investigaciones independientes. Su mensaje de que “aún queda guerra” no es un análisis: es un propósito. Y es intolerable. Un primer ministro que convierte a los rehenes en argumento y a los civiles palestinos en daño colateral programado no busca seguridad; busca supervivencia política.
No hay paz compatible con ministros que piden reanudar ataques tras el intercambio de rehenes y prisioneros, ni con colonos que marcan la agenda con impunidad. Si la coalición ultranacionalista condiciona la hoja de ruta, el resultado será otra ronda de sangre. Y si el alto el fuego sirve solo para reorganizar tropas y recargar munición, estamos ante una pausa táctica, no ante un proceso de paz.
Qué significaría un acuerdo justo y verificable
Pongámoslo claro y sin jerga:
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Alto el fuego sostenido, con calendario de verificación pública y sanciones automáticas si se incumple.
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Liberación de rehenes y detenidos bajo supervisión de la Cruz Roja, con trazabilidad plena y acceso inmediato a familias y abogados.
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Corredores humanitarios permanentes, no permitidos a cuentagotas, y restablecimiento de servicios básicos con fondos internacionales auditablemente asignados.
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Fin de la ocupación y de la expansión de asentamientos, con compromisos medibles: replegar no es “mover una valla”, es desmantelar el régimen de control que estrangula la Franja.
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Autoridad civil palestina reforzada, con garantías de seguridad para sus funcionarios y calendario de elecciones libre de interferencias.
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Misión internacional independiente con mandato real: observar, informar y activar consecuencias. No más “observadores sin dientes”.
Eso, y solo eso, podría llamarse proceso de paz. Lo demás es marketing.
Explicar el “día después” sin eufemismos
“Reintegración de cuadros”, “participación internacional”, “desarme gradual”… Palabras bonitas que, si no se traducen, engañan. Reintegrar significa que quien hoy empuña un arma ilegal la entregue y se someta a la ley, y que quien hoy ocupa ilegalmente un territorio se vaya y responda por los daños. Participación internacional significa técnicos, médicos, juristas y policías de países que no busquen prebendas, coordinados por la ONU, no por necesidades electorales de Washington o por intereses de capitales regionales. Desarme gradual significa cronogramas públicos, supervisión diaria y control de fronteras sin castigar a la población.
Y la reconstrucción no es solo ladrillo. Es salud mental, pensiones para las familias, escuelas abiertas, universidades funcionando y cultura viva. Gaza no puede ser un polígono de escombros con un puerto y hoteles de propaganda; Gaza tiene que volver a ser una ciudad habitable.
Llamar a las cosas por su nombre
Trump no trae paz: trae una ceremonia. Netanyahu no protege a su gente con bombardeos a barrios: alimenta un ciclo que ya ha demostrado su fracaso. La seguridad de los israelíes y la libertad de los palestinos no son objetivos opuestos; son interdependientes. Toda estrategia que sacrifique a un pueblo para blindar al otro está condenada a repetirse como tragedia.
Por eso, el mensaje central hoy debería ser otro: las víctimas no pueden esperar a la próxima cumbre. La ayuda tiene que entrar ya, los hospitales tienen que operar ya, las familias tienen que saber hoy mismo dónde están sus seres queridos. Y el mundo —Europa incluida— debe dejar de delegar su responsabilidad en la agenda caprichosa de un líder estadounidense y en la ambición de un primer ministro israelí atrapado por su propia retórica.
La cumbre de Sharm el Sheij pasará a la historia por una disyuntiva simple: o sirve para anclar derechos concretos y verificables, o será otro espectáculo más. Netanyahu apuesta por estirar la cuerda hasta romperla. Trump, por vender humo con brillo. Las dos cosas son incompatibles con una paz justa. La única garantía real es esta: alto el fuego estable, protección efectiva de civiles, fin de la ocupación y un proceso político palestino con voz propia. Todo lo demás —pancartas, discursos, vuelos relámpago— no es paz: es propaganda. Y a Gaza ya no le queda margen para otra mentira.