El Gobierno suizo ha convocado a la ciudadanía para decidir si el uso de dinero en efectivo debe quedar protegido por la Constitución. Lo hace en un contexto en el que los pagos digitales avanzan con rapidez, pero también en el que los grupos vulnerables, la privacidad y la autonomía financiera están en cuestión. El resultado podría convertir al país en uno de los primeros del mundo en blindar el efectivo en su carta magna.
Suiza tiene larga tradición de consultas populares, pero pocas rozan tanto el núcleo cotidiano de la vida económica como la que se celebrará el 8 de marzo del próximo año. No se vota la cantidad de circulante, ni el diseño de los billetes, ni siquiera una modificación sectorial. Se vota si el efectivo debe seguir existiendo como derecho constitucional, o si se acepta que su presencia quede condicionada a la evolución técnica del sistema financiero. La pregunta es directa, casi desnuda: quién controla el medio de pago.
La convocatoria llega empujada por una iniciativa ciudadana —“el dinero en efectivo es la libertad”— que ha logrado situar en agenda una preocupación extendida, aunque poco discutida públicamente. La digitalización financiera se vendió durante años como sinónimo de eficiencia, rapidez y modernización. Pero sus efectos diferenciales no han sido neutros. El acceso desigual a bancos y dispositivos, la falta de alternativas para personas mayores, y la exposición de datos personales y patrones de consumo han generado fricciones. El efectivo, en ese contexto, dejó de ser una herramienta tradicional para convertirse en símbolo de mínimo común de autonomía material.
Un referéndum con doble lectura
La votación no enfrenta sólo dos bandos cerrados. El Consejo Federal ha presentado una contrapropuesta, más flexible, que mantiene la protección del efectivo pero sin limitar la expansión del pago digital. Si se aprueban ambas, la ciudadanía deberá elegir cuál aplicar. En la práctica, el debate confronta dos modelos: uno que preserva el efectivo como garantía frente a la dependencia absoluta del sistema bancario y las infraestructuras privadas, y otro que lo reconoce pero no lo eleva a eje central en la política monetaria.
Los defensores de la iniciativa ciudadana señalan que, sin billetes ni monedas, la relación con el dinero queda mediada íntegramente por entidades financieras. Cada transacción pasa a ser un dato registrado, trazable y potencialmente comerciable. Un sistema vulnerable a ciberataques, apagones tecnológicos o decisiones corporativas sobre acceso y tarifas. La digitalización sin alternativas, dicen, no es progreso: es dependencia.
El Gobierno, por su parte, advierte que un blindaje demasiado rígido podría frenar el desarrollo financiero y limitar las posibilidades de innovación en pagos, comercio electrónico y servicios globales. Nadie propone eliminar el efectivo, sostienen, solo permitir que su peso se reduzca si la sociedad cambia sus hábitos.
Quién queda dentro y quién queda fuera
La cuestión de fondo no es si usar tarjeta o billete. Es qué ocurre con quienes no pueden elegir. Las asociaciones de consumidores y organizaciones sociales han recordado que una parte significativa de la población mayor no opera con banca digital. También que existen personas sin cuenta bancaria o con restricciones de acceso —migrantes, autónomos con ingresos irregulares, empleos informalizados— para quienes el efectivo es la única vía de circulación económica real.
Eliminar el efectivo supone para ellos una barrera inmediata, no un cambio cultural gradual. La inclusión financiera, tantas veces repetida como objetivo político, no consiste únicamente en abrir cuentas bancarias masivas. Requiere tiempo, educación, acompañamiento y sistemas accesibles. Mientras tanto, blindar el efectivo funciona como mecanismo de protección mínima.
Un debate que no es exclusivamente suizo
Aunque la votación se desarrolla en un contexto particular —uno de los sistemas bancarios más robustos del mundo y una amplia cultura de participación ciudadana— la discusión conecta con una tendencia global. Países como Austria o Hungría han abierto debates similares. En los países nórdicos, donde el efectivo ha desaparecido de facto en muchas transacciones, comienzan a surgir voces críticas desde colectivos excluidos.
La pregunta, en realidad, no es si la digitalización debe avanzar, sino en qué condiciones y bajo qué garantías. El efectivo no es sólo tecnología obsoleta. Es una pieza de equilibrio para quienes necesitan una esfera de autonomía y para quienes viven en la frontera de la vulnerabilidad financiera cotidiana.
Suiza se enfrenta ahora a definir si el dinero que puede tocarse debe entrar en la Constitución o quedar al albur de tendencias de mercado y decisiones tecnológicas. El resultado dirá menos sobre la nostalgia del billete que sobre la estructura social que un país está dispuesto a sostener mientras se digitaliza.