El debate sobre el “estado del país” vuelve a dividir miradas: los indicadores sitúan a España en un ciclo expansivo sostenido, pero el malestar social persiste, alimentado por la vivienda y un mercado laboral que aún no corrige desigualdades estructurales. La distancia entre el dato y la vida cotidiana reaparece como la brecha política más determinante.
La foto macroeconómica que el Gobierno exhibe en sus intervenciones —crecimiento por encima de la media europea, empleo estable y un Ibex que superó este verano cifras inéditas desde 2007— convive con una percepción social mucho más contenida. Es la contradicción central del momento político: un país que progresa en términos agregados pero que experimenta incertidumbres larvadas allí donde la ciudadanía se juega realmente su estabilidad.
La vivienda es la primera de ellas. Más de 630.000 contratos de alquiler vencerán en 2026, el resultado de un ciclo que arrancó tras la pandemia y que ahora sitúa a decenas de miles de hogares ante renegociaciones que pueden tensar sus economías hasta el límite. El Gobierno insiste en que los mecanismos activados para moderar rentas y ampliar parque público mitigarán los impactos, aunque la realidad se mueve más rápido que la capacidad de transformar un mercado profundamente tensionado durante más de una década.
La recuperación española ha sorprendido por su resistencia: el empleo soporta los cambios tecnológicos con menos destrucción de la prevista, el turismo ha consolidado cifras históricas y el tejido exportador se ha diversificado. El Ibex encadena máximos impulsado por la banca, la energía y las tecnológicas ligadas a infraestructuras verdes, elementos que refuerzan la narrativa gubernamental de una economía robusta en un contexto europeo incierto.
Pero los indicadores positivos no borran el hecho de que buena parte del empleo sigue atrapado en franjas salariales modestas o en sectores donde la productividad presenta límites estructurales. Las nuevas contrataciones son más estables que hace una década, pero continúan existiendo desequilibrios territoriales y generacionales que impiden trasladar la bonanza macro al día a día de muchos trabajadores.
Esta asimetría explica que, pese al crecimiento, la sensación social de vulnerabilidad no desaparezca. No es un cuestionamiento de la política económica, sino el recordatorio de que la mejora general no garantiza una mejora homogénea.
La vivienda, el verdadero termómetro político
El punto donde esa contradicción se hace tangible es la vivienda. España arrastra desde hace años un problema que no admite soluciones rápidas: insuficiencia de oferta pública, presión sobre el alquiler urbano, fondos internacionales que condicionaron precios y, sobre todo, una década de salarios que crecieron menos que los costes habitacionales.
La cifra de contratos que expiran en 2026 no es solo un dato administrativo. Es la señal de que un nuevo ciclo de renegociaciones puede tensar a cientos de miles de familias, justo cuando la política de vivienda empieza a mostrar avances que, por ahora, no alcanzan para compensar la herencia acumulada desde la anterior crisis.
En este terreno, el Gobierno ha defendido su estrategia de ampliar parque público, contener rentas y reforzar programas de acceso para jóvenes. Son medidas que apuntan en la dirección correcta, aunque topan con la inercia de un mercado que lleva demasiado tiempo operando con lógicas meramente especulativas. La crítica que algunos sectores plantean no se dirige a la orientación de las políticas, sino a su velocidad: el desfase entre planificación y efecto real sobre los precios sigue siendo significativo.
España no vive un cuestionamiento del rumbo económico, sino una discusión sobre su distribución. El país no está fracturado por el pesimismo, sino por la distancia entre quienes navegan con holgura en el nuevo ciclo y quienes perciben que cualquier imprevisto puede desestabilizarles.
Ese es el punto que determinará el “estado del país” en los próximos meses: no si la economía crece, sino si ese crecimiento se convierte en una experiencia compartida. Y ahí la vivienda —más que ningún otro indicador— se está convirtiendo en la balanza política que medirá la solidez de la legislatura.