Turner y Constable: dos revoluciones distintas bajo el mismo cielo

La exposición de la Tate Britain reabre el debate sobre cómo estos dos paisajistas dinamitaron las jerarquías del arte y abrieron la puerta a la modernidad pictórica

07 de Diciembre de 2025
Actualizado el 09 de diciembre
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Turner & Constable
Turner & Constable Rivals & Originals, Tate Britain

La nueva muestra de la Tate Britain dedicada a J. M. W. Turner y John Constable es mucho más que una reunión espectacular de obras maestras. Es una excusa perfecta para mirar de frente un momento crucial de la historia del arte: el instante en que el paisaje dejó de ser un telón de fondo para convertirse en protagonista absoluto, cargado de emoción, de política y de riesgo formal.

JMW Turner, The Burning of the Houses of Lords and Commons 16 October 1834, 1835. Cleveland Museum of Art
JMW Turner, The Burning of the Houses of Lords and Commons 16 October 1834, 1835. Cleveland Museum of Art

Turner y Constable no solo pintaron campos, ríos, cielos o incendios. Redefinieron la manera de ver el mundo en una Gran Bretaña que se industrializaba a toda velocidad, mientras la teoría académica seguía venerando las escenas históricas, bíblicas o mitológicas. Esa tensión entre un sistema que se resistía a cambiar y dos artistas que empujaban los límites se ve, cuadro a cuadro, en esta exposición.

El paisaje como campo de batalla artístico

A comienzos del siglo XIX el género del paisaje era, en teoría, menor. Servía para decorar residencias, ilustrar viajes o envolver otros asuntos “serios”. Turner y Constable lo convirtieron en el lugar donde se discutía lo verdaderamente importante: la relación entre el ser humano y la naturaleza, la experiencia subjetiva del tiempo y del clima, la memoria y la modernización del país.

John Constable, The White Horse, 1819. The Frick Collection
John Constable, The White Horse, 1819. The Frick Collection

Constable partió de una apuesta aparentemente conservadora: pintar, una y otra vez, la campiña que conocía desde niño. Dedham Vale, el río Stour, las esclusas y caminos de Suffolk… Nada exótico, nada heroico en apariencia. Sin embargo, en obras como The White Horse o The Hay Wain lo que presenta no es un idilio congelado, sino un territorio vivo, húmedo, cambiante, donde la atmósfera pesa casi tanto como la tierra. El ojo recorre el cuadro como si caminara dentro de él: nota el barro, el movimiento del agua, la densidad del aire.

Turner, en cambio, apuesta por la intensidad dramática desde el principio. Sus paisajes alpinos, sus mares encrespados o el monumental The Burning of the Houses of Lords and Commons no son simples vistas: son escenarios donde la luz y el color devoran la forma. La arquitectura del parlamento londinense se deshace en una llamarada; el fuego transforma la ciudad en una visión casi apocalíptica. Turner no documenta un hecho; lo convierte en experiencia sensorial extrema.

Ambos parten del paisaje, pero lo cargan de problemas distintos. Constable interroga la continuidad de una Inglaterra rural que empieza a cambiar; Turner se obsesiona con la fragilidad de cualquier estructura frente a fuerzas que la superan: la naturaleza, la historia, incluso la percepción humana.

El cielo como laboratorio de modernidad

Si hay un terreno donde su aportación resulta decisiva es el estudio del cielo. Constable se pasa horas observando nubes en Hampstead, anotando día, hora, dirección del viento. Esos pequeños estudios al óleo que hoy veneramos nacieron como ejercicios casi científicos. Lo radical no es solo el tema, sino el gesto: dedicar tanta concentración a la variación de grises, azules y blancos en una franja de atmósfera que, para el espectador apresurado, podría parecer siempre igual.

JMW Turner, Caligula's Palace and Bridge, 1831. Tate
JMW Turner, Caligula's Palace and Bridge, 1831. Tate

En esos cielos late una nueva concepción del paisaje: ya no se trata de una composición ideal inspirada en modelos clásicos, sino de una observación directa, casi obsesiva, de lo cotidiano. Constable eleva lo “normal” a categoría pictórica, y su pincelada cada vez más libre anuncia el interés por lo fugaz que más tarde explotarán los impresionistas.

Turner, por su parte, convierte el cielo en un organismo desbordado. En sus obras maduras, las nubes no se limitan a enmarcar; son torbellinos de color donde la línea se disuelve. En Northam Castle, Sunrise o en las marinas tardías, la frontera entre tierra, agua y aire se vuelve ambigua. Lo que queda es una vibración de luz que roza la abstracción.

Ese proceso —ir soltando la forma en favor de la atmósfera— es uno de los grandes saltos de la pintura occidental. El Turner tardío es un puente directo hacia Monet, hacia Rothko, hacia toda una tradición que entenderá el cuadro como campo de color más que como ventana mimética al mundo.

John Constable RA, Rainstorm over the Sea, ca. 1824 1828. © Photo Royal Academy of Art
John Constable RA, Rainstorm over the Sea, ca. 1824 1828. © Photo Royal Academy of Art

Dos trayectorias, una misma demolición de jerarquías

La exposición de la Tate Britain insiste en los paralelismos biográficos: un año de diferencia entre sus nacimientos, formación en la Royal Academy, presencia continua en las mismas exposiciones. Pero lo decisivo no es el anecdotario de rivalidades, sino el efecto conjunto de sus carreras en la jerarquía de géneros.

Turner fuerza la entrada del paisaje en la zona “noble” de la pintura a través del espectáculo: incendios, tormentas, catástrofes, puestas de sol desbordadas que no desmerecen, en escala, a las grandes composiciones históricas. Sus lienzos de grandes dimensiones ocupan las salas con la misma autoridad que una batalla napoleónica, pero hablan de otra cosa: del poder de la luz, del miedo, del vértigo ante lo incontrolable.

Constable, en cambio, dignifica lo local. Sus grandes formatos no muestran emperadores, santos ni héroes, sino un carro de heno, un molino, un arcoíris sobre un campo. El gesto es político en silencio: la vida rural, con sus ritmos y trabajos, merece la misma atención que un acto de gobierno. El paisaje deja de ser telón para clases altas y se convierte en protagonista de una narrativa más amplia sobre qué es “la nación”.

JMW Turner, Keelmen Heaving in Coals by Moonlight, 1935. National Gallery of Art, Washington, Widener Collection
JMW Turner, Keelmen Heaving in Coals by Moonlight, 1935. National Gallery of Art, Washington, Widener Collection

Entre los dos erosionan la idea de que el centro del arte debe estar en la historia antigua, en la mitología clásica o en grandes alegorías morales. El mensaje, visto desde hoy, es claro: la modernidad pictórica no empieza solo cuando aparece la ciudad industrial en los cuadros, sino cuando la experiencia del mirar —la luz, el clima, el carácter del propio pintor— se colocan en primer plano.

Herencia y malentendidos

El tiempo, sin embargo, no los trató igual. Turner fue adoptado muy pronto como figura clave para entender la transición hacia la pintura de color y atmósfera que marcaría el siglo XX. Sus obras “inacabadas” y sus visiones casi abstractas fascinaron a generaciones posteriores que vieron en él a un visionario adelantado.

Constable, por el contrario, quedó durante décadas atrapado en la etiqueta de pintor “típicamente inglés”, casi decorativo, asociado a una campiña idealizada. La exposición actual ayuda a desmontar ese cliché. Sus estudios de nubes, sus pinceladas quebradas en los reflejos del agua, su manera de introducir la inestabilidad climática en escenas aparentemente tranquilas lo colocan mucho más cerca de la sensibilidad contemporánea de lo que solemos admitir.

En el ámbito internacional, ambos fueron determinantes. Sin la audacia lumínica de Turner y la precisión atmosférica de Constable es difícil entender la pintura de paisaje francesa de mediados de siglo, de la escuela de Barbizon al impresionismo. Tampoco se comprende la idea del artista como observador radical de su entorno —alguien que repite el mismo motivo una y otra vez hasta exprimir todas sus variaciones— sin mirar sus métodos.

John Constable, A Vivid Sunset. 1820. Private Collection
John Constable, A Vivid Sunset. 1820. Private Collection

Por qué siguen importando hoy

Volver a Turner y Constable en 2025 no es un ejercicio nostálgico. Sus cuadros nos interpelan desde problemas muy actuales. En un momento de crisis ecológica, las obras que muestran ríos, cielos y campos en transformación ya no se leen como meras descripciones, sino como registros de un mundo que empezaba a cambiar. Las fábricas al fondo de algunos paisajes de Constable o la contaminación atmosférica insinuada en escenas urbanas de Turner resuenan de forma distinta en nuestra mirada.

Y, sobre todo, su evolución nos recuerda que la modernidad no nace de un solo gesto de ruptura, sino de procesos largos, a veces contradictorios. Turner no dejó de experimentar hasta el final, incluso a riesgo de desconcertar a sus contemporáneos. Constable se mantuvo fiel a un territorio concreto, pero dentro de ese marco pequeño empujó la técnica hasta límites que sus contemporáneos consideraron excesivos.

La Tate Britain los presenta hoy como “rivales y originales”. Tal vez lo más justo sea considerarlos cómplices involuntarios en una misma revolución: la que convirtió el acto de mirar el cielo, el campo o un incendio urbano en materia suficiente para cambiar la historia de la pintura. Su legado no se resume en quién “ganó” la supuesta competición, sino en algo mucho más profundo: nos enseñaron que el paisaje podía contenerlo todo, desde la política hasta la memoria, desde el miedo hasta la esperanza. Y que, a veces, basta con seguir una nube o un reflejo en el agua para saber en qué época se vive.

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