Hay artistas que iluminan; otros que desgarran. Paula Rego perteneció a la extraña estirpe de quienes hacen ambas cosas a la vez: abrió ventanas y, al mismo tiempo, dejó que el viento entrara con toda su crudeza. Sus pinturas nunca se situaron en el terreno cómodo de lo evidente, sino en esa zona difícil donde la emoción respira a medias, donde la historia vibra bajo la piel, donde el espectador siente que algo antiguo y verdadero está a punto de pronunciarse.

Nació en Lisboa en 1935, en un país sometido al régimen de António de Oliveira Salazar, donde la vigilancia y la moral se imponían como un cerco invisible. Rego creció sabiendo que la libertad era una palabra frágil. Quizá por eso, ya de adolescente, sus figuras parecían hablar con un tono que no permitía concesiones. Interrogation, la obra que realizó con apenas quince años, lo anticipa: una mujer sentada bajo la sombra de cuerpos masculinos sin rostro. No se oye ninguna voz, pero la violencia ocupa toda la escena. Ese silencio tenso acompañaría a Rego durante toda su vida.
Su vida lejor de la dictadura
A los dieciséis años, sus padres —antifascistas, atentos al peligro— la enviaron a Inglaterra. Le ofrecían, sobre todo, una promesa: un lugar donde crecer sin miedo. Llegó primero a una escuela de señoritas en Kent y más tarde, en 1952, a la Slade School of Fine Art en Londres. Allí encontró una ciudad distinta y también la intensidad del joven artista Victor Willing, que se convertiría en su esposo y compañero. Con él vivió entre Portugal e Inglaterra hasta 1972, cuando decidieron instalarse definitivamente en Londres. La enfermedad que afectó a Willing durante años y su muerte en 1988 atravesaron muchas de las imágenes de Rego, donde los cuerpos parecen a veces luchar contra fuerzas que no se dejan ver.

Desde los años ochenta, su obra comenzó a adquirir una fuerza pública imparable. Las exposiciones de 1988 en Lisboa, Oporto y Londres no solo consolidaron su prestigio: también revelaron que su lenguaje visual era capaz de unir lo íntimo con lo colectivo, lo biográfico con lo político. Dos años después, la National Gallery la nombró su primera Artista Asociada, un reconocimiento que marcó un antes y un después para las creadoras europeas.
Pero la verdadera revolución de Rego se gestó en los noventa, cuando su pintura adoptó un tono más frontal, más visceral. En Dog Women (1994), las mujeres aparecen como animales que acechan, descansan, se tensan o se entregan al cansancio. No hay metáfora: hay un gesto primario, una verdad sin ornamento. La artista decía que esas figuras mostraban la fuerza secreta que se esconde en lo cotidiano, esa rabia silenciosa que tantas veces se exige callar.
Después llegó la serie Abortion (1998-1999), creada tras el referéndum portugués que mantuvo ilegal la interrupción voluntaria del embarazo. Rego no pretendía representar un drama ajeno: pintaba la soledad, la espera, la dureza física y emocional que viven miles de mujeres en la clandestinidad. Cada figura parece capturada justo en el instante de contención, en ese punto en que la vida pesa demasiado. Las escenas conmocionaron a la sociedad portuguesa y, años más tarde, se reconocerían como una de las expresiones artísticas más influyentes en el debate social del país.

La lucha feminista
Su obra siguió ampliándose hacia territorios aún más ásperos: la mutilación genital femenina, la violencia doméstica, los roles heredados, los miedos que persisten bajo la apariencia de normalidad. Sin embargo, incluso en sus composiciones más crudas, Rego nunca renunció a la imaginación. Sus cuadros dialogan con fábulas, cuentos infantiles, mitologías familiares. En ellos conviven brujas y niñas, animales que refuerzan o contradicen la escena, objetos domésticos cargados de una intensidad casi ritual. De esos encuentros nace un lenguaje pictórico que no explica; invita a descifrar.
A lo largo de su carrera, museos de todo el mundo reconocieron su poder narrativo y emocional. Tate Liverpool la celebró en 1997; el Museo Reina Sofía de Madrid lo hizo en 2007; Monterrey y São Paulo entre 2010 y 2011; París en 2018. Su país natal quiso ofrecerle un espacio propio y, en 2009, se inauguró la Casa das Histórias Paula Rego en Cascais, concebida por Eduardo Souto de Moura. Ella insistió en el nombre: no un museo, sino una casa donde las historias pudieran seguir respirando.
En 2021, su hijo Nick Willing dirigió el documental Paula Rego: Secrets and Stories, un retrato íntimo que revelaba no solo la dureza que sostenía muchas de sus imágenes, sino también el humor, la ternura y la disciplina férrea que definieron su carácter. Un año después, sus obras ocuparon un lugar central en The Milk of Dreams, la exposición principal de la 59.ª Bienal de Venecia, un reconocimiento final que subraya su importancia en la creación contemporánea.

Rego pintó aquello que se callaba.
Paula Rego murió en Londres el 8 de junio de 2022, a los 87 años. Dejó tres hijos, varios nietos y una obra que continúa interpelando a quien se atreve a mirarla sin máscaras. Su legado no reside solo en su virtuosismo técnico, sino en la manera en que supo transformar la experiencia femenina en una gramática nueva, poderosa, irreductible.
Rego pintó aquello que se callaba. Dio forma al miedo para restarle poder. Dibujó mujeres que habían sido educadas para bajar la voz y las colocó en el centro de la escena. Y lo hizo con una intensidad que todavía hoy conmueve, incomoda y liberta.
Su pintura no pide permiso. Pide verdad. Y quizá por eso seguirá latiendo, como un latido antiguo y necesario, en quienes buscan en el arte algo más que belleza: la posibilidad de entenderse a sí mismos.
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