El Felipe IV de Velázquez resplandece de nuevo en el Prado

El Museo del Prado devuelve su esplendor al retrato ecuestre más majestuoso de la monarquía española, restaurado tras siglos de historia, polvo y cortes reales

12 de Octubre de 2025
Actualizado a las 11:49h
Guardar
Felipe IV, a caballo por Velázquez

El majestuoso retrato Felipe IV a caballo de Diego Velázquez vuelve a dominar la sala 12 del Museo Nacional del Prado con la fuerza y serenidad de un monarca eterno. La reciente restauración, dirigida por María Álvarez Garcillán y patrocinada por la Fundación Iberdrola España, ha permitido devolver al lienzo su color, su equilibrio y, sobre todo, su luz. Una luz que el paso de los siglos había cubierto con barnices amarillentos, repintes y cicatrices invisibles que el tiempo deja sobre los grandes maestros.

Más que una simple intervención técnica, la restauración ha sido un viaje al corazón del siglo XVII, al esplendor del Salón de Reinos del desaparecido Palacio del Buen Retiro, donde Velázquez pintó este colosal retrato entre 1634 y 1635. Allí, bajo techos cubiertos de escudos, batallas y héroes mitológicos, el pintor sevillano concibió su gran homenaje al poder de la monarquía hispánica.

Testero oeste del Salón de Reinos con la recreación de la disposición de las obras. Reconstrucción del Museo del Prado
Testero oeste del Salón de Reinos con la recreación de la disposición de las obras. Reconstrucción del Museo del Prado

El caballo del poder y la calma

A diferencia de otros retratos ecuestres del Barroco, donde el poder se representaba a golpe de lanza o de relincho, Velázquez apostó por la serenidad. Felipe IV, vestido con armadura y banda azul, avanza en riguroso perfil sobre un caballo en corveta que parece suspendido en el aire. La autoridad no se impone por la violencia del gesto, sino por la calma del dominio.

El paisaje, con su horizonte abierto y su atmósfera luminosa, parece inspirado en las tierras del piedemonte madrileño, entre la capital y la sierra del Guadarrama. No es un escenario inventado: es el territorio que el rey gobierna, un entorno que Velázquez conocía bien y que utilizó para fundir el poder terrenal con la belleza natural.

Restauración de Felipe IV, a caballo
Restauración de Felipe IV, a caballo

La composición guarda ecos directos del Carlos V en Mühlberg de Tiziano, obra cumbre del retrato imperial. De aquel modelo el sevillano tomó la sobriedad del gesto y la disposición lateral del caballo. Pero su interpretación es más humana y moderna: frente a la altivez tizianesca, Velázquez retrata un poder sereno, consciente de su propia fragilidad.

Un lienzo pensado para un trono

El retrato fue concebido como parte del programa decorativo del Salón de Reinos, espacio ceremonial del Buen Retiro donde los visitantes podían admirar la gloria militar y dinástica de la monarquía española. En ese salón, los retratos de Felipe III y Margarita de Austria flanqueaban el trono, por un lado, y enfrente se alzaban los de Felipe IV, su esposa Isabel de Borbón y el príncipe Baltasar Carlos.

Velázquez no solo pintó al monarca: pintó el poder. Cada brochazo servía a un propósito político, a un discurso visual en el que el rey aparecía como un soberano justo y magnánimo, defensor del orden divino y de la continuidad dinástica. Por eso su caballo no embiste: avanza con firmeza pero con equilibrio, igual que la monarquía que representaba.

Museo del Prado
Museo del Prado

Cuando el Palacio del Buen Retiro perdió su esplendor y el poder real se trasladó al Palacio Nuevo —el actual Palacio Real—, los lienzos del Salón de Reinos fueron desmontados, reentelados y trasladados. Algunos sufrieron cortes y añadidos para adaptarse a nuevas ubicaciones, entre ellos el retrato de Felipe IV. De hecho, Velázquez tuvo que ampliar el lienzo original añadiendo bandas laterales para ajustarlo a la arquitectura del salón, un reto que siglos después ha supuesto uno de los puntos más delicados de la restauración.

Una restauración que devuelve el alma

Durante los cuatro meses de trabajo, el equipo de restauración se enfrentó a las huellas del tiempo y a las intervenciones pasadas. Se retiraron barnices oxidados, repintes y manchas provocadas incluso por insectos y murciélagos. Se reforzaron las zonas más frágiles y se eliminaron suturas y estucos añadidos en restauraciones anteriores.

El resultado es una obra que ha recuperado su equilibrio y su fuerza visual. La reintegración cromática ha devuelto la intensidad a los rojos, los reflejos metálicos de la armadura y el resplandor del cielo, que vuelve a brillar con la transparencia característica del maestro sevillano. “En las distancias cortas, Velázquez impresiona: sus pinceladas parecen inconexas, pero vistas de lejos cobran una vida inigualable”, explicaba la restauradora.

Galería de fotos

 

Miguel Falomir, director del Museo del Prado, subrayó durante la presentación que esta intervención “permite comprobar la absoluta maestría de Velázquez y su deuda con Tiziano”, y destacó que el Prado conserva “la mayor colección de retratos ecuestres del mundo”.

El cuadro sin firma y la firma sin cuadro

En la esquina inferior izquierda, Velázquez dejó un detalle en apariencia extraño: una hoja de papel pintada en blanco. En muchos de sus cuadros, ese espacio servía para incluir su firma. Aquí, el vacío habla por sí mismo. El pintor afirma que su estilo es tan inconfundible que no necesita firmar. Es su manera de decir: “Yo soy Velázquez”.

Esa seguridad, casi moderna, se refleja también en la técnica. Las pinceladas secas, los trazos cargados de aglutinante y las texturas que solo se revelan a distancia demuestran una madurez artística que marcaría el camino a generaciones posteriores. En Felipe IV a caballo confluyen la pintura de historia, el retrato cortesano y el paisaje naturalista en una armonía perfecta.

De Sevilla al Prado: el viaje de un mito

Nacido en Sevilla en 1599, Diego Rodríguez de Silva y Velázquez adoptó el apellido de su madre, según la costumbre andaluza. Se formó en el taller de Francisco Pacheco y, a los 24 años, viajó a Madrid, donde pronto se convirtió en pintor del rey. Desde entonces, su vida y su arte quedaron ligados a la corte de Felipe IV, quien lo admiró hasta convertirlo en su retratista y confidente.

El lienzo, que durante siglos presidió estancias reales, terminó finalmente en el Museo del Prado, heredero de las Colecciones Reales, donde hoy brilla como una de las joyas absolutas de la pintura universal.

Con la restauración culminada, el rey vuelve a cabalgar en silencio por la sala 12 del Prado. Su mirada fija, su caballo en equilibrio, su cielo infinito… todo parece detenido en un instante eterno. Cuatro siglos después, Velázquez sigue hablando el lenguaje de la luz, y su Felipe IV a caballo vuelve a recordarnos que la grandeza no siempre ruge: a veces, simplemente, respira.

Lo + leído