El lunes 13 de octubre, la Sala Clara Campoamor del Congreso de los Diputados será escenario de un acto con pretensión simbólica: recuperar “valores” cristianos amenazados, según sus organizadores. Lo sorprendente no es la convocatoria —ya acostumbrada en ámbitos ultracatólicos—, sino que quienes la permiten —o la consienten— son instituciones del Estado. En ese espacio que lleva el nombre de la mujer que impulsó el voto femenino y la igualdad, resonarán discursos de figuras como Reig Pla, Carla Toscano o el responsable del rosario de Ferraz. En el fondo, una táctica: usar espacios públicos para legitimar una agenda que niega pluralidad, derechos y memoria.
El disfraz institucional del ultracatolicismo
Que una asociación vinculada al Yunque —esa estructura ultraderechista secreta con raíces en México, especializada en actuar como red de presión ideológica— arrende el Congreso para difundir su visión del mundo no es un detalle menor, sino una expresión de poder simbólico. Esa presencia trasciende el mero activismo: legitima, desde dentro, una vinculación entre dogma y Estado.
La Sala Clara Campoamor, en cuyo nombre late la memoria de una diputada emancipada, se convierte aquí en un escenario de reversión ideológica: un espacio que antaño simbolizó la emancipación femenina será cooptado para impartir charlas que congratulan el patriarcado más recalcitrante. Ese contraste indica que no hay “neutralidad institucional”: quien permite esto, consiente que lo público amplifique lo privado y autoritario.
Cuando discursos como los de Carla Toscano, que ha defendido públicamente posturas ultraconservadoras, o los “rosarios partidistas” que cruzan el Partido Socialista, son invitados a intervenir, no se trata solo de “pluralismo” sino de cooptación simbólica. No hay neutralidad en aceptar aliados ideológicos que —sin disimulo— defienden un modelo teocrático, claramente incompatible con un estado laico y con derechos universales.
Religión, política y Estatalización del dogma
Desde su origen documentado, el Yunque ha funcionado como una red clandestina destinada a infiltrar instancias políticas, educativas y eclesiásticas, con el fin de imponer una agenda confesional en la sociedad civil. En España, asociaciones satélite como HazteOír, Abogados Cristianos o profesionales por la ética han sido identificadas como pantallas de ese entramado.
Ignacio Arsuaga, por ejemplo, presidente de HazteOír y vinculado públicamente con CitizenGO, es señalado por estudios y denuncias como uno de los operadores que articulan esa red en España. Él ha pasado de promover autobuses sectarios a usar instrumentos digitales de activismo religioso-político.
Que una iniciativa de esta índole tenga cabida en la cámara legislativa revela un error institucional grave: una confusión voluntaria entre lo religioso y lo político. Mientras unos debaten leyes y derechos, otros pretenden imponer dogmas. Y no es casualidad: utilizar el poder simbólico del Congreso da un sello de legitimidad que difícilmente se obtiene desde auditorios parroquiales aislados.
Este tipo de convocatorias no son actos inofensivos de fe privada, sino piezas de una estrategia de normalización ideológica, que busca ocupar estructuras del Estado para imponer retrocesos normativos: restricciones al aborto, negación de derechos LGTBI, vetos a la educación sexual, reformas familiares regresivas.
Es imposible presenciar este tipo de actos en instituciones democráticas sin advertir que hay más que una charla religiosa: hay agresión simbólica, apropiación del espacio público y apuesta por hegemonía ideológica. La historia muestra que quienes controlan los templos no tardan en intentar controlar las leyes. Y lo más revelador no es lo que se dice dentro del Congreso, sino lo que ese acto revela: el silencio cómplice de quienes permitieron que una asociación ultracatólica campase allí dentro.