En la madrugada húmeda de junio, Santa Ana, California, se convirtió en un laboratorio del miedo. Vecinos aterrados llamaban al 911 para denunciar lo que creían secuestros: hombres enmascarados, sin insignias, arrastraban a personas hacia camionetas sin identificación. “Está sangrando”, dijo una voz angustiada a la operadora. “Lo metieron en una camioneta blanca. No dice ICE”. Durante horas, según reflejan las grabaciones a las que ha accedido ProPública, el desconcierto fue absoluto: ni la policía local sabía con certeza si se trataba de agentes federales o impostores.
Días después, en una reunión pública, la alcaldesa Valerie Amezcua preguntó si su departamento de policía podía al menos exigir que los agentes federales se quitaran las máscaras. La respuesta fue seca: no. Tampoco podían identificarles ni reclamar supervisión alguna, porque la oficina encargada de recibir quejas por abusos había sido desmantelada.
Lo que ocurrió en Santa Ana fue más que una redada. Fue un experimento. La alcaldesa lo resume con resignación en declaraciones a ProPública: “Es como si lo probaran aquí y luego dijeran: funcionó, ahora enviémoslos a otros lugares”. Pronto, las mismas escenas se repitieron en Chicago, en Texas, en las afueras de Nueva York. Estados Unidos, país que presume de luz y transparencia, empezaba a acostumbrarse a una fuerza policial que actúa en la penumbra.
Estado enmascarado
Bajo la administración de Donald Trump, el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) ha dejado de ser una agencia burocrática para convertirse en una máquina de aplicación discrecional del poder presidencial. Con un presupuesto de 10.000 millones de dólares (más otros 7.500 millones aprobados por la llamada One Big Beautiful Act), ICE se ha expandido como ninguna otra agencia de seguridad interna.
La ofensiva fue doble: ampliación masiva de recursos y eliminación sistemática de controles. Oficinas creadas tras el 11 de septiembre para supervisar abusos o investigar violaciones de derechos fueron desmanteladas o puestas bajo la dirección de jóvenes ideólogos de ultraderecha cercanos a la Casa Blanca. Una de ellas, la del Defensor del Pueblo del DHS, quedó en manos de un joven de 29 años vinculado al Proyecto 2025, el plan político que busca “restaurar” la autoridad presidencial reduciendo la protección de los derechos civiles.
El resultado ha sido la conversión de ICE en una fuerza con licencia para operar al margen de la rendición de cuentas. Se trata de en un punto de inflexión histórico y aterrador. Bandas de hombres enmascarados detienen a personas a plena luz del día y las trasladan a otro estado o incluso a otro país. Esto habría provocado una investigación inmediata hace solo unos años.
El anonimato, argumentan sus defensores, protege a los agentes de posibles represalias. Pero también los protege de la ley. Cuando nadie lleva placa ni número identificador, la noción de responsabilidad se diluye en el aire. Las máscaras se asocian con delincuentes cobardes y con el Ku Klux Klan. En toda la historia de los Estados Unidos, nunca se había tolerado una policía secreta armada y enmascarada.
Anatomía del miedo
En Santa Ana, el miedo se siente incluso cuando no hay redadas. Padres que evitan recoger a sus hijos de la escuela, vecinos que no abren la puerta si alguien llama. El propio administrador municipal, ciudadano estadounidense nacido en California, lleva tres identificaciones encima “por si acaso”.
Las comunidades inmigrantes, que durante años habían aprendido a convivir con la posibilidad de una deportación, ahora se enfrentan a un fenómeno más inquietante: la desaparición repentina. En el condado de Hays, Texas, una fiesta de cumpleaños terminó con 47 detenidos (entre ellos, nueve niños) trasladados a centros de detención sin explicación ni orden judicial visible. Por definición, eso es un secuestro.
El DHS justificó la operación afirmando que buscaba miembros de una pandilla venezolana. Pero no se ha hecho pública ninguna prueba. Nada en los registros públicos verifica esas acusaciones. Ni siquiera se sabe a dónde se llevaron a la mayoría de las personas.
La ausencia de información no es casual. ICE opera en lo que podría llamarse un “vacío administrativo”: fuera del escrutinio de la prensa, con sus presupuestos blindados y sus datos exentos de la Ley de Libertad de Información. Un poder opaco, pero institucionalizado, que se alimenta del miedo y de la indiferencia.
Legalidad maleable
El argumento del gobierno es simple: la seguridad nacional justifica el secreto. Si hay abusos, los tratan como anecdóticos frente al bien mayor de la seguridad. En otras palabras, la ley se convierte en un instrumento del poder, no en su límite.
Se trata, en realidad, de un “manual del autoritarismo”. ICE se ha convertido en la policía secreta del presidente. Una vez que se tiene ese poder, nada impide usarlo contra cualquiera.
La comparación con regímenes autoritarios puede parecer excesiva, pero los paralelismos abundan. En Rusia, Hungría o Turquía, las primeras instituciones debilitadas tras el ascenso de líderes populistas fueron precisamente las oficinas de control interno, las cortes administrativas y las instancias de derechos humanos. La lógica es idéntica: desmantelar los frenos burocráticos que hacen lento el ejercicio del poder.
A plena vista
Según ProPublica, en la ciudad de Downey, a pocos kilómetros de Los Ángeles, Melyssa Rivas se convirtió por accidente en testigo de esa transformación. Escuchó los gritos desde su oficina, tomó el teléfono y grabó lo que parecía una escena salida de una película distópica: camionetas sin placas, hombres con chalecos genéricos de “policía” y un hombre hispano arrodillado en la calle.
Su video, difundido en redes sociales, muestra cómo un grupo de ciudadanos increpa a los agentes. “¡Esto es un secuestro!”, grita una mujer. “Sé que la mitad de ustedes saben que esto es una mierda”, dice Rivas. Los agentes, imperturbables, regresan a sus vehículos y se marchan. Antes de irse, uno murmura tras la máscara: “Que tengas un buen día”.
La escena podría parecer anecdótica, pero ilustra una verdad inquietante: la represión contemporánea no necesita la clandestinidad de los sótanos ni el silencio de la censura. Puede actuar a plena vista, bajo la luz del mediodía y con cámaras encendidas. Basta con que la mayoría del país no mire demasiado.
Consecuencias políticas
La erosión del control civil sobre ICE no es solo un problema de derechos humanos: es una alteración estructural del equilibrio democrático. Al otorgar poder discrecional a una agencia armada con escasa supervisión y fuerte carga ideológica, el Ejecutivo redibuja las fronteras entre la seguridad y la política.
No se trata solo de que la gente no pueda ver las caras de los agentes. Es que el Estado, en sí mismo, se vuelve irreconocible. Cuando el poder actúa sin rostro, lo que se erosiona no es solo la legalidad, sino la confianza social que sostiene a la democracia.
Y, sin embargo, en el Washington de Donald Trump, el debate es casi inexistente. Los demócratas denuncian los excesos, pero temen parecer blandos en materia migratoria; los republicanos celebran la eficacia sin preguntar por el costo institucional. La ciudadanía, atrapada entre la saturación mediática y la polarización, parece resignarse a una versión norteamericana del mal necesario.
El peligro radica en la velocidad. Nadie previó lo rápido que ocurriría. Se está siendo testigo de cómo un Estado democrático adopta reflejos autoritarios en cuestión de pocos meses.
Estados Unidos nació de una rebelión contra el poder sin rostro de una monarquía lejana. Su Constitución fue diseñada precisamente para impedir que el Ejecutivo concentrara poder sin control. Dos siglos después, una agencia que responde directamente al presidente puede detener a personas sin orden judicial, operar en secreto y burlar al Capitolio.
El argumento oficial es que todo esto ocurre en nombre del orden y la ley. Pero la historia enseña que el orden impuesto sin transparencia pronto deja de ser ley y se convierte en arbitrariedad. Lo que comenzó como una cruzada contra la inmigración irregular podría, como temen algunos funcionarios del DHS, convertirse en un instrumento para silenciar disidencias o disciplinar a estados “rebeldes” con Trump.
En última instancia, el debate sobre ICE no trata solo de inmigración. Trata de la elasticidad de la democracia estadounidense: de hasta qué punto puede estirarse antes de romperse.