Sin proyecto ni programa, así conquista la extrema derecha a la clase trabajadora

Un movimiento que no promete seguridad económica se está convirtiendo en el refugio político de quienes más la necesitan. Los ultras, que cuestionan el Estado del bienestar, crecen gracias a quienes dependen más de él

26 de Noviembre de 2025
Actualizado el 27 de noviembre
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Vox obreros sin programa
Santiago Abascal, en un acto de su partido | Foto: Vox

La izquierda ha fracasado porque no ha sabido leer ni analizar la realidad contemporánea tras la crisis de 2008. El progresismo tiene un diagnóstico claro de lo que son las necesidades prioritarias de las clases medias y trabajadoras. Sin embargo, en el siglo XXI las fuerzas de izquierda son incapaces de llevar a efecto. El PSOE ya se sabe lo que es. Las opciones más radicales han fracasado cuando han tenido poder. Eso tiene consecuencias porque la depauperación de la calidad de vida va a peor, por más que el gobierno Sánchez tenga buenas intenciones.

Tradicionalmente, la política española funcionó con una premisa casi geológica: la clase trabajadora votaba mayoritariamente a la izquierda. Su representación electoral se movía entre el PSOE, las fuerzas comunistas y, más tarde, Podemos. La derecha tenía otros caladeros: clases medias conservadoras, empresarios, profesionales liberales. Ese mapa ya no explica el país.

En los últimos años, una parte significativa del electorado obrero, sobre todo hombres, jóvenes y residentes en periferias urbanas o zonas desindustrializadas, ha migrado hacia la extrema derecha. Lo notable no es solo la magnitud del cambio, sino el hecho incómodo de que este giro se ha producido sin que la ultraderecha ofrezca un programa social convincente, más allá de slogans sobre “bajar impuestos”, “orden” y “defender al que madruga”. No hay redistribución, no hay inversión masiva en servicios públicos, no hay políticas para abaratar la vivienda. Y sin embargo, funciona.

Sustitución del eje económico por el cultural

La clave está en que, para una parte de la clase trabajadora, la política económica ha dejado de ser la prioridad, no porque los problemas económicos hayan desaparecido, sino porque son percibidos como irresolubles por cualquier actor político.

Cuando el alquiler no deja de subir, cuando el salario se estanca o se reduce y cuando el supermercado devora una parte creciente del sueldo, las promesas económicas se vuelven intercambiables. Ningún partido de la izquierda parece capaz de arreglar lo esencial, así que otros temas colonizan el espacio emocional del votante: inmigración, seguridad, sensación de pérdida cultural, orden público o la corrección política.

En ese terreno, la extrema derecha ofrece un relato nítido, sencillo y visceral. Y sobre todo, ofrece un enemigo: las élites progresistas, la inmigración irregular, los políticos “que viven de espaldas a la calle”, Europa, las ONG, los sindicatos “vendidos”. Frente a un mundo incierto, prometen devolver control.

La izquierda, mientras tanto, sigue argumentando en términos de derechos, datos macroeconómicos y procedimientos. Un lenguaje racional para una época emocional.

De sujeto económico a sujeto del agravio

Las encuestas dibujan un patrón claro: los nuevos votantes de la extrema derecha tienden a sentirse abandonados, infrarrepresentados y culturalmente despreciados. No se ven reflejados en el discurso progresista, al que perciben como elitista, urbano y centrado en causas que consideran ajenas: lenguaje inclusivo, memoria histórica, debates identitarios que no llenan la nevera.

De ahí que el malestar se transforme en agravio, y el agravio en identidad. La extrema derecha ofrece un espacio para canalizar ese resentimiento con símbolos más que con propuestas: banderas, apelaciones a la patria, campañas contra “lo políticamente correcto”, denuncias de privilegios de minorías.

Es una política sin redistribución, pero con emoción. Y para muchos, eso pesa más.

Prometer sin prometer

La extrema derecha evita entrar a fondo en la política social porque su programa económico sigue siendo abiertamente neoliberal: rebajas fiscales, adelgazamiento del Estado, hostilidad hacia lo público, tal y como han demostrado en Estados Unidos o Argentina. En un país con un empleo mayoritariamente precario, ese discurso sería difícil de defender si se expusiera descarnadamente.

Pero no necesita hacerlo. Sus propuestas económicas funcionan como anexos culturales: bajar impuestos es una forma de castigo simbólico al Estado “progre”; reducir burocracia es un ataque al funcionariado; exigir recortes es un gesto de orden moral más que fiscal.

Lo que impulsa el voto no es el contenido económico, sino el marco emocional asociado a él.

Mientras tanto, la izquierda insiste en presentar la batalla como un conflicto de intereses materiales: “votáis contra vuestro bolsillo”. Lo que no logra entender es que ese bolsillo, para muchos, ya está vacío independientemente de quién gobierne.

Geografía del resentimiento

El avance de la extrema derecha no es uniforme. Se concentra en zonas donde la transformación económica tras la crisis de 2008 ha sido más abrupta: municipios industriales venidos a menos, periferias de grandes ciudades donde la vivienda es inaccesible, localidades donde los servicios públicos se han adelgazado con los recortes de la etapa de Mariano Rajoy que el gobierno Sánchez ha sido incapaz de revertir.

Son lugares donde el Estado se percibe como ausente y donde la extrema derecha aparece como la única fuerza que nombra el malestar. Aunque no lo solucione, lo reconoce. Y eso, para muchos votantes, basta.

Apoyo obrero sin programa social

España confirma una tendencia europea: cuanto más se debilitan las viejas diferencias ideológicas, más crece la política de los afectos, los agravios y las identidades culturales. La extrema derecha ha descubierto que no necesita un programa social para conquistar al votante obrero. Le basta con ocupar el espacio emocional que la izquierda dejó vacante cuando decidió hablar de igualdad con el tono de un informe técnico.

El resultado es una paradoja peligrosa: un movimiento que no promete seguridad económica se está convirtiendo en el refugio político de quienes más la necesitan. Una fuerza que cuestiona el Estado del bienestar crece gracias a quienes dependen más de él. Un partido que rehúye la redistribución prospera entre quienes más ganarían con ella.

La derrota progresista

El ascenso de la extrema derecha entre la clase trabajadora no es solo un síntoma de radicalización ni una cuestión de trasvase ideológico: es un síntoma de desconexión. La izquierda española, atrapada entre la retórica tecnocrática y las guerras culturales importadas, ha perdido el monopolio del lenguaje de la desigualdad.

Mientras la política económica siga percibiéndose como arena muerta, la batalla electoral se librará en otro frente: el de la identidad, el orden y el resentimiento.

Y en ese terreno, hoy por hoy, la extrema derecha juega en casa.

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