Regular las redes sociales, el Estado entra donde el mercado no ha querido

La propuesta del Gobierno para impedir el acceso de menores de 16 años a las redes sociales abre un debate necesario sobre protección, verificación de edad y responsabilidad pública frente a una industria sin contrapesos

14 de Diciembre de 2025
Actualizado el 15 de diciembre
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Regular las redes sociales, el Estado entra donde el mercado no ha querido
La competencia digital no requiere de la exposición a pantallas, tal y como refiere el director de Educación y Competencias de la OCDE, Andreas Schleicher, y el informe del comité de personas expertas del propio Ministerio de Juventud e Infancia. | Foto: Pexels

La decisión del Gobierno de avanzar hacia una herramienta que impida el uso de redes sociales a menores de 16 años no responde a una pulsión prohibicionista, sino a una evidencia acumulada. Durante años, el espacio digital ha operado como un territorio sin reglas claras para la infancia y la adolescencia, mientras los riesgos se multiplicaban y la autorregulación de las plataformas demostraba ser insuficiente. El anuncio de que esta limitación podría entrar en vigor en 2026 sitúa el debate en un terreno político que hasta ahora se había evitado.

España fija actualmente en 14 años la edad mínima para abrir una cuenta en redes sociales sin consentimiento paterno. Es un umbral que hace tiempo dejó de tener sentido. No por una cuestión moral, sino por una desproporción evidente entre la capacidad de los menores para gestionar estos entornos y la arquitectura agresiva de las plataformas.

La iniciativa de elevar ese límite a los 16 años se apoya en una constatación compartida por cada vez más gobiernos: las redes sociales no son espacios neutrales. Están diseñadas para maximizar atención, permanencia y exposición, y lo hacen a través de mecanismos que afectan de forma directa a la salud mental, la autoestima y la construcción de la identidad, especialmente en edades tempranas. En el caso de las mujeres adolescentes, el impacto se agrava por la presión estética, la sexualización precoz y el acoso.

Plantear una restricción no es infantilizar a los menores, sino reconocer una asimetría de poder entre usuarios vulnerables y plataformas con recursos, datos y algoritmos opacos.

El propio Gobierno ha subrayado un punto clave: la ley, por sí sola, no basta. Sin un sistema real de verificación de edad, cualquier límite legal se convierte en papel mojado. Durante años, las plataformas han delegado esta responsabilidad en declaraciones voluntarias que nadie comprueba, mientras miraban hacia otro lado ante el uso masivo por parte de menores.

La apuesta por una herramienta técnica de verificación, desarrollada en coordinación con la Comisión Europea, introduce un cambio relevante. Supone asumir que la protección de los menores no puede depender de la buena voluntad del mercado, y que el Estado debe dotarse de instrumentos efectivos para hacer cumplir la norma. El reto no es menor. La verificación debe ser fiable, pero también respetuosa con la privacidad y la protección de datos. Ese equilibrio será determinante para que la medida no se perciba como intrusiva ni genere resistencias sociales innecesarias.

Cada intento de regulación ha ido acompañado del mismo argumento: el riesgo de limitar libertades. Sin embargo, esta discusión suele obviar un dato central: los menores no acceden a las redes en condiciones de igualdad. No negocian los términos, no controlan el uso de sus datos y no disponen de herramientas para defenderse frente a dinámicas adictivas o violentas.

La comparación con Australia, primer país en avanzar hacia una prohibición clara, ha reactivado un debate que en Europa llevaba tiempo latente. La diferencia ahora es que el consenso internacional empieza a romper el aislamiento de quienes defendían intervenir. No es una cruzada cultural, sino una respuesta política a un problema de salud pública y de derechos.

Cuidar también es regular

La discusión sobre las redes sociales y los menores suele quedar atrapada entre dos extremos: la demonización de la tecnología o la fe ciega en la educación digital. Ambas posiciones resultan cómodas, pero insuficientes. La experiencia demuestra que ni la pedagogía sin límites ni la autorregulación empresarial han protegido a los menores.

Regular no equivale a censurar. Equivale a establecer condiciones, a fijar responsabilidades y a asumir que el espacio digital también necesita normas cuando afecta a los más vulnerables. En este caso, la restricción hasta los 16 años no elimina el problema, pero introduce una barrera que hoy no existe y que puede marcar una diferencia real en etapas clave del desarrollo.

 

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