La política española continúa situada en el epicentro de la tormenta judicial. Dos procesos paralelos (el del exministro José Luis Ábalos y el de Begoña Gómez, esposa del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez) avanzan simultáneamente en los tribunales, revelando no solo presuntas irregularidades personales, sino también un deterioro más profundo: el de la credibilidad de las instituciones.
Ambos casos se desarrollan en un clima de fatiga política, donde la frontera entre la justicia y la estrategia partidista se desdibuja. Las investigaciones judiciales, amplificadas por la exposición mediática y el uso político del escándalo, han convertido los tribunales en un terreno de disputa simbólica: el lugar donde se decide quién conserva legitimidad y quién la pierde.
Caso Ábalos: del poder ministerial a la sospecha patrimonial
José Luis Ábalos, exministro de Transportes y una de las figuras más cercanas a Pedro Sánchez durante los primeros años de su gobierno, comparecerá ante el Tribunal Supremo esta semana como imputado por presuntos delitos de corrupción. El juez Leopoldo Puente considera que existen “consistentes indicios” de un entramado económico opaco junto a su antiguo asesor, Koldo García.
El informe de la Unidad Central Operativa (UCO) de la Guardia Civil describe un supuesto flujo de pagos y beneficios cruzados entre ambos: gastos personales cubiertos por García, cuotas hipotecarias, viajes, regalos e incluso manutenciones familiares, fondos de origen no justificado.
Más allá de la cifra, el caso apunta a un patrón de comportamiento característico de las redes de poder político: la confusión entre la lealtad personal y la legalidad administrativa. El juez sugiere que Ábalos “pudo haberse beneficiado de alguna fuente irregular de ingresos”, un eufemismo judicial que evoca prácticas de financiación paralela o compensaciones en metálico difíciles de rastrear.
La más que probable solicitud de prisión provisional por parte de la Fiscalía Anticorrupción añade un elemento de dramatismo político. De confirmarse, situaría a Ábalos en la misma condición que Santos Cerdán, también secretario de Organización de Pedro Sánchez, quien permanece en prisión desde hace meses. La escena, para un partido que hizo bandera de la regeneración institucional, sería devastadora.
Caso Begoña Gómez: la delgada línea entre la influencia y el conflicto de intereses
Mientras tanto, en otro frente judicial, el juez Juan Carlos Peinado ha decidido prorrogar hasta abril de 2026 la investigación contra Begoña Gómez, esposa del presidente del Gobierno, por presuntos delitos de tráfico de influencias, corrupción en los negocios y malversación.
La denuncia inicial, presentada por el pseudo sindicato ultraderechista Manos Limpias y alimentada por querellas de organizaciones de extrema derecha como Vox y Hazte Oír, parte de una acusación recurrente: que Gómez habría aprovechado su posición institucional indirecta para favorecer a empresarios cercanos en licitaciones públicas o proyectos universitarios vinculados a la Universidad Complutense de Madrid.
El caso, sin embargo, se ha convertido en un laberinto judicial. El polémico juez acumula piezas separadas (desde convenios académicos hasta registros de software) y ha solicitado una larga lista de diligencias que incluyen comunicaciones electrónicas. Este saltar de un lado a otro incrementa las sospechas de que Peindo está realizando una instrucción prospectiva. La investigación avanza lentamente, mientras se entrelaza con un calendario político cada vez más tenso.
Más allá del resultado judicial, el proceso contra Gómez tiene un peso simbólico considerable: cuestiona la ética pública en el entorno más cercano al presidente y refuerza el relato opositor sobre un supuesto “círculo de privilegio” alrededor de la Moncloa.
La justicia en la era de la sospecha
Ambos casos ponen en evidencia un fenómeno que trasciende los nombres propios: la judicialización estructural de la política española. Los tribunales, cada vez más, se convierten en árbitros del conflicto político. Jueces como Peinado o Puente pasan a ocupar un espacio mediático que antes pertenecía a los ministros o los portavoces.
Esta tendencia tiene consecuencias ambivalentes. Por un lado, refuerza la idea de un Estado que investiga y controla. Por otro, alimenta la percepción de que la justicia se usa como instrumento de desgaste partidista. En una democracia donde el descrédito institucional avanza, cada citación judicial se convierte en una batalla de relatos: persecución o rendición de cuentas, según el bando.
El problema es que, en este escenario, la verdad judicial tarda años en llegar, mientras el juicio mediático es inmediato. La imputación, que no implica culpabilidad, se convierte en condena simbólica.
Desgaste político y desafección ciudadana
Para el PSOE, el impacto es doble. En el caso de Ábalos, se reactiva el fantasma de la corrupción dentro del partido, un terreno donde el recuerdo de los ERE andaluces o Filesa aún pesa. En el de Gómez, el desgaste es más íntimo: el caso afecta al entorno personal de Sánchez y mina el relato de ejemplaridad institucional que aquél intenta proyectar.
Pero más allá del daño al Ejecutivo, lo que está en juego es algo más amplio: la confianza en el sistema. España atraviesa una fase de fatiga institucional en la que la corrupción se percibe menos como una anomalía y más como una constante estructural. La consecuencia no es la indignación, sino la resignación.
El riesgo político no es la caída de un gobierno, sino la consolidación de la desafección. Una ciudadanía que percibe que “todos son iguales” deja de creer en la posibilidad de un cambio limpio. Ese cinismo, más que cualquier trama de sobres o transferencias, es el verdadero coste de la corrupción.
El desafío pendiente de la transparencia
La simultaneidad de los casos Ábalos y Gómez refleja el punto de inflexión en el que se encuentra la democracia española: un sistema que investiga, pero que no logra sanar.
El poder judicial actúa, pero su politización interna y sus tiempos eternos diluyen su legitimidad. Los partidos reclaman transparencia, pero siguen atrapados en la lógica de la fidelidad y el clientelismo. Y los medios informan con intensidad, aunque a menudo desde la lógica del escándalo más que desde la del contexto.