Las denuncias por acoso laboral dentro del PSOE han dejado de ser solo un mecanismo de protección para convertirse, en algunos casos, en instrumentos de ajuste interno. El problema no es la existencia de canales —imprescindibles—, sino la forma en que están siendo utilizados en un contexto de desconfianza orgánica, fragmentación del liderazgo y competición soterrada por espacios de poder.
El partido cuenta desde hace años con protocolos para abordar situaciones de acoso laboral y sexual. Fueron reforzados tras crisis anteriores y se han presentado como garantía de tolerancia cero. Sin embargo, lo que está ocurriendo en los últimos meses apunta a una distorsión del propósito original: los canales internos están absorbiendo conflictos que no siempre responden a dinámicas de abuso, sino a disputas profesionales, venganzas personales o batallas orgánicas mal resueltas.
Esto no invalida las denuncias reales ni resta gravedad a los casos acreditados. Pero las pone en riesgo. Cuando un mecanismo pensado para proteger se convierte en campo de batalla, las víctimas quedan atrapadas entre el descrédito y la sospecha, y la organización pierde capacidad para discriminar con rigor.
El PSOE atraviesa una etapa de fuerte tensión interna. La acumulación de crisis —judiciales, reputacionales y de liderazgo— ha generado un entorno donde la confianza es un bien escaso. En ese contexto, los conflictos laborales, habituales en cualquier organización compleja, se judicializan internamente a través de canales que no están diseñados para arbitrar luchas de poder.
Dirigentes y cuadros intermedios describen un patrón repetido: denuncias que aparecen en momentos clave, filtraciones selectivas, expedientes que se activan sin una evaluación previa sólida y un uso defensivo del protocolo como escudo o como ataque. El acoso deja de analizarse como relación asimétrica y pasa a leerse como pieza táctica.
Los protocolos internos tienen una función clara: ofrecer un espacio seguro, confidencial y garantista. Pero requieren condiciones que hoy no siempre se cumplen: independencia real de quienes instruyen, tiempos razonables y una clara separación entre investigación y comunicación política. Cuando estas líneas se difuminan, el procedimiento se resiente.
El resultado es un doble fracaso. Por un lado, personas que sí sufren acoso pueden retraerse de denunciar por miedo a ser instrumentalizadas o expuestas. Por otro, se abre la puerta a denuncias que no superan el umbral del conflicto laboral, o simplemente no llegan a serlo, pero que generan daños irreversibles en reputaciones y carreras.
El coste para las víctimas
La utilización espuria de denuncias tiene un efecto devastador sobre quienes han vivido situaciones reales de acoso. Alimenta el escepticismo, refuerza el relato de la exageración y erosiona la credibilidad del sistema. En lugar de fortalecer la protección, la debilita.
Fuentes internas reconocen que el partido no siempre ha sabido acompañar a las personas denunciantes ni a las denunciadas con la debida cautela. La filtración de expedientes, los tiempos dilatados y la ausencia de conclusiones claras han convertido procesos internos en juicios paralelos, donde la presunción de inocencia y el cuidado a la víctima quedan subordinados al ruido.
El acoso laboral existe y se produce con mayor frecuencia en estructuras jerárquicas cerradas. Negarlo sería irresponsable. Pero confundirlo con cualquier conflicto de mando, con discrepancias políticas o con decisiones organizativas polémicas vacía el concepto y dificulta su abordaje.
En el PSOE, la superposición entre estructura de partido y estructura institucional agrava el problema. Las relaciones laborales se mezclan con lealtades políticas, y las disputas profesionales se leen como alineamientos internos. En ese terreno, el protocolo de acoso acaba funcionando como tribunal de excepción, no como herramienta de prevención.
El partido ha reaccionado con reflejos defensivos. Ha reiterado su compromiso formal con la tolerancia cero, pero ha evitado una revisión profunda del funcionamiento real de los canales internos. No se ha evaluado con transparencia cuántas denuncias prosperan, cuántas se archivan y por qué, ni qué aprendizajes organizativos se están extrayendo.
Sin esa autocrítica, el riesgo es consolidar un sistema que ni protege bien ni arbitra con justicia. Y, sobre todo, que convierte un problema estructural —el acoso— en munición interna, algo que degrada tanto la vida del partido como la causa que dice defender.
El impacto no se limita al PSOE. Cuando una organización política trivializa, instrumentaliza o gestiona mal las denuncias internas, contribuye a un clima general de desconfianza hacia los mecanismos de protección. Alimenta el discurso de quienes buscan desacreditarlos y daña la cultura democrática. Las denuncias por acoso no pueden ser ni silenciadas ni utilizadas. Requieren rigor, independencia y cuidado extremo. Convertirlas en ariete interno no solo es éticamente cuestionable; es políticamente irresponsable. Hoy, en el PSOE, ese límite se ha difuminado peligrosamente.