Crisis de país, colapso económico, inseguridad desbordada, inmigración descontrolada, España rota. La batería de mantras de la derecha española no se agota, solo se recicla. No necesita argumentos ni datos: le basta con insistir. Y funciona. Mientras tanto, la izquierda se esfuerza por explicar el contexto, como si bastara con tener razón para ganar la conversación pública. Pero la política no es un concurso de hechos, sino de narrativas. Y en eso, la derecha va por delante.
Una sensación construida a martillazos
Hay algo inquietantemente eficaz en la forma en que la derecha fabrica la percepción de que todo va mal, aunque los indicadores desmientan esa idea. Se hace con eslóganes simples, repetidos una y otra vez, convertidos en fondo sonoro del debate público: la cesta de la compra está imposible, las calles no son seguras, el país está al borde del abismo. Cuando el relato se impone, los hechos se vuelven irrelevantes.
Lo grave no es que mientan: es que eso ya no tiene consecuencias. Las cifras de empleo no encajan con su discurso de ruina. Tampoco lo hace la inflación contenida, ni la inversión extranjera, ni los récords turísticos, ni la caída del paro juvenil. Pero da igual: el mensaje no busca verificar, sino erosionar.
Lo hacen además desde una posición privilegiada: controlando focos mediáticos, marcando agenda, imponiendo marcos mentales. Si se repite lo suficiente que no se puede salir de casa sin miedo o que vivimos en una dictadura, hay quien acaba interiorizándolo. La derecha no busca describir la realidad: busca reemplazarla.
Cuando los hechos no bastan
En el otro lado, la izquierda suele confiar demasiado en la fuerza de los datos. Como si desmontar con cifras una mentira fuera suficiente para revertir su efecto. Como si el debate político fuera racional, cuando lo que opera es el campo de las emociones. Y sobre todo, como si fuera posible neutralizar bulos sin entrar al barro del relato.
La izquierda no necesita mentir, pero sí necesita contar. Y contar bien. Con narrativas propias, con lenguaje cotidiano, con convicción. No basta con decir que “los datos desmienten al PP”: hay que decir qué país estamos construyendo y por qué se les atraganta a quienes siguen añorando un orden jerárquico, uniforme y obediente.
Porque detrás de ese discurso de “todo va mal” hay una nostalgia de poder: del país que no tuvieron que compartir con migrantes, con jóvenes críticos, con mujeres que ya no piden permiso. El relato catastrofista es un relato reaccionario: no es sobre el presente, sino sobre lo que se perdió.
Qué hacer frente al ruido
Si algo ha demostrado esta etapa política es que la eficacia comunicativa no se mide en veracidad, sino en repetición y simplicidad. Y eso exige repensar cómo se comunica desde lo público, desde lo institucional y desde los movimientos sociales. No con propaganda, sino con mensajes sólidos, claros, reiterados. Porque en política, quien no repite, desaparece.
Hay que disputar el lenguaje. Denunciar sin complejos la hipocresía de una derecha que habla de orden mientras desordena todo lo que toca. Que habla de libertad mientras legisla la culpa. Que habla de unidad mientras secesiona a media sociedad.
Y sobre todo, hay que entender que la lucha no es solo programática, sino simbólica. No basta con hacer las cosas bien si no se perciben como tales. Si el Gobierno logra aprobar medidas progresistas pero no consigue que se sientan como una mejora real, habrá perdido parte del terreno.
La derecha no va a dejar de mentir. Lo que hay que evitar es que lo haga sin oposición narrativa. Porque aunque no sea cierto que todo se va al garete, sí es cierto que, si no se disputa el relato, lo que se va al garete es la verdad.