La nueva juventud sin mapa

Un electorado joven precarizado, atravesado por el algoritmo y desanclado de instituciones que ya no le devuelven pertenencia, encuentra en la ultraderecha una identidad inmediata

25 de Octubre de 2025
Actualizado a las 11:14h
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La nueva juventud sin mapa

La deriva de una parte de la juventud hacia posiciones reaccionarias se explica peor desde la psicología individual que desde la arquitectura material y simbólica donde hoy se socializa: empleos discontinuos, alquileres inasumibles, universidades convertidas en pasillos de espera, redes que premian el choque y debilitan el matiz, y una conversación pública donde el antifeminismo actúa como pegamento emocional. El diagnóstico cómodo —“no conocen otra forma”— oculta el punto incómodo: lo que no se organiza y narra, no existe. La cuestión no es si hay alternativa, sino por qué no se ve, no se toca y no se reconoce como propia.

Un ecosistema que fabrica agravio y ofrece pertenencia instantánea

El ciclo vital de cualquier militancia comienza antes de la urna. La extrema derecha ha entendido que el espacio de iniciación política se juega en plataformas audiovisuales donde la recompensa es inmediata: la comunidad está a un clic, el relato es binario y la épica se fabrica con producción barata. Ahí caben desde la estética “memética” que convierte la política en videojuego, hasta la manosfera que explota inseguridades masculinas para transformarlas en resentimiento contra el avance de derechos de las mujeres y del colectivo LGTBI. La ultraderecha ofrece pertinencia a quien se percibe sobrante: si no hay salario que ordene la vida, habrá identidad que ordene el mundo.

Ese marco prende mejor cuando la experiencia material confirma el guion. En la base hay una precariedad estable que fractura biografías: contratos que no permiten planificar, alquileres que expulsan de los centros urbanos, costes educativos que obligan a elegir entre estudiar y comer. La sensación de que las instituciones hablan un idioma distinto al del recibo de la luz abre huecos que luego llenan quienes prometen simplicidad causal: la culpa es de la inmigración, del feminismo, de “Bruselas”, de los impuestos. La simplificación es una tecnología de poder.

En paralelo se degrada la mediación social. Los sindicatos no siempre llegan a la economía de plataformas; las asociaciones juveniles pierden músculo; las organizaciones estudiantiles se diluyen en campus hiperfragmentados; los partidos tradicionales no renuevan cuadros jóvenes con mando real. El vacío organizativo es la autopista de los influencers reaccionarios, que funcionan como sindicatos emocionales: carecen de negociación colectiva, pero administran identidad colectiva.

El antifeminismo como columna vertebral del nuevo reaccionarismo

La reacción generacional no es neutra. Se articula alrededor de una narrativa antifeminista que presenta la igualdad como amenaza y el avance de derechos como suma cero. La disputa no ocurre en documentos de políticas públicas; ocurre en clips de treinta segundos que sexualizan la agenda y convierten la convivencia en pugna. Si el alquiler ahoga pero el debate que llega es “quién paga la primera cita” o “qué es abuso”, la precariedad se lee en clave de guerra cultural. La palabra “mérito” se desplaza desde la educación pública hacia el algoritmo, con una promesa: si el sistema te ignora, yo te veo; si te sientes humillado por un trabajo basura, yo te devuelvo dignidad culpando a otra persona vulnerable.

El problema no es solamente moral, es material. El mercado de trabajo juvenil expulsa hacia sectores feminizados y mal pagados —cuidados, hostelería, comercio— y reproduce una división sexual del empleo que la propaganda reaccionaria aprovecha para afirmar que la igualdad “les quita” algo. Sin políticas de cuidados que profesionalicen, paguen y reconozcan la tarea, la conversación se degrada a caricatura y el marco de la reacción gana terreno incluso entre quienes se beneficiarían del cambio.

La pedagogía institucional perdió la voz; la ultraderecha aprendió a cantar en coro

Las democracias liberales externalizaron su pedagogía cívica a una escuela saturada y a medios con modelos de negocio en crisis. Mientras tanto, la nueva derecha aprendió a modular mensajes para cada microcomunidad: memes irónicos para foros, épica nacional para eventos, victimismo punzante para directos de madrugada. No hay contradicción; hay segmentación. Se puede defender el recorte del estado social ante públicos de élite y, a la vez, prometer protección frente a la “inseguridad” a quienes viven con salarios bajos. El hilo que cose ambos discursos es el orden: un “poner las cosas en su sitio” que promete arreglarlo todo sin tocar las estructuras.

Ese método entra donde la política progresista se muestra desafinada. Demasiadas veces, la izquierda institucional alterna cifras con morales; o habla un lenguaje experto que explica causas sistémicas sin proponer experiencias concretas de pertenencia y seguridad. La juventud no deserta por ignorancia: deserta por falta de encuadre emocional y material. Cuando la vida cotidiana no mejora, el relato más simple resulta más verosímil.

Qué funciona cuando se toma en serio a la juventud

El contrarrelato no se resuelve con campañas esporádicas ni con “más comunicación”. Se resuelve con infraestructuras: empleo con derechos, vivienda accesible, participación con poder real, y una cultura política que no trate a los jóvenes como “público objetivo”, sino como sujeto de cogobierno.

La palanca inmediata es la vivienda. Programas de alquiler asequible vinculados a rehabilitación, con cupos juveniles y garantías públicas, convierten una promesa abstracta en llaves en la mano. Cuando un gobierno financia de verdad la cesión de uso, impulsa cooperativas y moviliza vivienda vacía con incentivos y sanciones, el discurso del odio pierde la mitad de sus argumentos.

El empleo necesita institucionalizar trayectorias: aprendizaje remunerado que no sea sinónimo de trabajo barato, formación profesional dual con empresas obligadas a rotar puestos y a garantizar contratación posterior, protección frente a falsos autónomos en plataformas y un estándar salarial que haga rentable la estabilización. La juventud no busca “flexibilidad”, busca previsibilidad. La extrema derecha no tiene respuestas para eso; tiene enemigos.

La participación deja de ser decorado cuando se cede poder. Consejos juveniles con presupuesto y veto en políticas que les afecten, bancadas jóvenes en listas con capacidad de decisión, contratación pública que reserve proyectos a iniciativas juveniles y cooperativas tecnológicas que compitan en el mismo terreno que las plataformas. Si no hay instituciones de pertenencia, la pertenencia la da quien grita más fuerte.

La batalla cultural se libra en el idioma audiovisual. Hace falta producción propia, sostenida, con talento joven remunerado, que haga entretenimiento político sin moralina. El objetivo no es “dar datos”, es construir comunidad que reconozca el matiz, que conecte igualdad con vida cotidiana, que no renuncie a la ironía pero no se refugie en ella. La experiencia muestra que cuando hay referentes que combinan solvencia y cercanía, el algoritmo deja de ser exclusivamente adversario.

Un marco para entender, y disputar, la lealtad juvenil

Al otro lado no hay un programa económico consistente, hay un pacto emocional: te ofrezco un “nosotros” con borde grueso, un culpable claro y una promesa de orden. Si la respuesta progresista se limita a desmentidos o a la indignación moral, la conversación ya está perdida. La alternativa exige instituciones que devuelvan tiempo y espacio: tiempo que no se va en jornadas fragmentadas; espacio que no te expulsa de tu barrio; ingreso que te permite planificar; seguridad que no depende de la violencia. Solo así las palabras “libertad” y “igualdad” recuperan su sentido material y dejan de ser etiquetas intercambiables en una pelea de trending topics.

La juventud que hoy mira a la extrema derecha no lo hace por ignorancia irremediable. Lo hace porque ha aprendido —con dolor— que las promesas vacías se parecen mucho a la nada. Cuando la política pública abandona el territorio de la vida cotidiana, quien ofrece identidad gana por incomparecencia. La tarea no es ridiculizar a quienes se fueron, es construir un lugar al que merezca la pena volver.

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