El plan internacional liderado por Washington y Jerusalén promete prosperidad, pero su letra pequeña perpetúa la dependencia. Gaza corre el riesgo de ser reconstruida sin recuperar su soberanía.
Cuando se pronuncia la palabra “paz” después de un genocidio lento, es difícil no aplaudir. Pero lo que se está negociando en Gaza no es exactamente paz, sino una posguerra convertida en contrato de inversión. Las bombas han cesado, los titulares cambian de tono y los viejos socios de siempre —Netanyahu, Trump y su constelación de aliados— reaparecen con planos, cifras y maquetas bajo el brazo.
El nuevo relato se presenta como una “reconstrucción integral”, pero entre sus líneas se adivina una arquitectura de control político y financiero. Gaza no será libre, será gestionada.
La tregua que se licita
El borrador del plan, impulsado desde Washington y validado por Jerusalén, plantea que el enclave se convierta en un centro económico tutelado, con corredores logísticos, zonas turísticas y distritos tecnológicos diseñados por consultoras internacionales. En apariencia, la iniciativa busca “revitalizar el territorio”; en sustancia, lo reconfigura bajo administración externa.
El esquema tiene nombre propio: “GREAT Trust” (Gaza Reconstitution, Economic Acceleration and Transformation), un fondo que gestionaría la reconstrucción con dinero privado y participación limitada de autoridades locales. Las decisiones clave —infraestructuras, contratos, licencias— quedarían bajo dirección internacional, con Israel como garante de seguridad permanente.
En otras palabras: la ocupación militar cede el paso a una ocupación empresarial, más silenciosa pero igual de eficaz.
Netanyahu: la vigilancia disfrazada de garantía
Netanyahu no se desvincula del plan; lo tutela. Habla de seguridad, pero lo que realmente asegura es el mantenimiento del control israelí sobre el territorio reconstruido. Las cláusulas de “vigilancia preventiva” incluidas en los acuerdos implican supervisión constante, zonas desmilitarizadas y derecho de veto sobre cualquier desarrollo urbano.
La paz, así entendida, no libera a Gaza, la administra. Se le cambia la forma al cerco, no su esencia. Lo que antes eran muros físicos ahora se traducirá en restricciones administrativas, financieras y tecnológicas. Un nuevo tipo de frontera: invisible, digital, pero igual de infranqueable.
Trump y el espejismo de la prosperidad
Desde Estados Unidos, Donald Trump presenta la reconstrucción como una “oportunidad histórica”. En su discurso, Gaza podría convertirse en “el Singapur del Mediterráneo”. La frase suena a promesa, pero también a amenaza: convertir la devastación en destino turístico, la tragedia en escaparate.
El exmandatario, junto con su entorno empresarial, propone una “alianza público-privada global” para financiar hoteles, autopistas, parques solares y urbanismos de lujo. Lo llaman “renacimiento económico”; lo que realmente ofrece es colonización bajo franquicia.
La retórica del progreso sirve de barniz para un modelo de dependencia permanente: Gaza como laboratorio del neoliberalismo más extremo, donde la ayuda internacional sustituye a la soberanía.
Rehabitar o desplazar: el dilema que se evita
La población gazatí —dos millones de personas entre desplazadas, heridas y empobrecidas— apenas aparece en los borradores del plan. No se habla de derecho al retorno, ni de reparación efectiva, ni de quién decidirá sobre el uso del suelo o el agua. Se da por hecho que la “paz” consiste en volver a construir, aunque no se haya decidido quién habitará esas construcciones.
Los eufemismos abundan: “reubicación temporal”, “zonas seguras”, “transición ordenada”. Frases neutras para evitar una realidad incómoda: la posibilidad de un desplazamiento estructural legitimado por la reconstrucción.
La paz con cláusulas
Nada de esto significa oponerse a la paz. Pero sí exige desconfiar de las paces con logo corporativo y sello diplomático. Cuando la palabra “reconstrucción” se pronuncia más veces que “justicia”, conviene revisar quién dicta el guion. El nuevo mapa de Gaza no parece diseñado para los que sobrevivieron, sino para los que invierten. En sus planos no figuran los cuerpos, las ruinas ni las ausencias. Solo el cálculo de rentabilidad.
Y si algo enseña esta fase posbélica es que la guerra no termina cuando callan las armas, sino cuando se restituye la dignidad de quienes las padecieron. Todo lo demás —los hoteles, las zonas francas, los fondos de reconstrucción— es una continuación del dominio, aunque se anuncie en nombre de la paz.