Las mujeres denuncian más, los maltratadores cambian de método

Mientras los protocolos se actualizan y los discursos se repiten, las mujeres continúan afrontando agresiones que cambian de forma y escenario. La violencia avanza con rapidez; las instituciones, no tanto, y la brecha se vuelve insostenible

25 de Noviembre de 2025
Actualizado el 27 de noviembre
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Violencia Mujeres
Foto: FreePik

España suele presentarse como un país pionero en políticas de igualdad y en la lucha institucional contra la violencia machista. Sus leyes se estudian en universidades extranjeras; sus juzgados especializados se toman como referencia; sus campañas públicas circulan como modelos exportables. Sin embargo, cabría preguntarse si el prestigio internacional se corresponde con una transformación real de las dinámicas de violencia que sufren miles de mujeres. Los últimos datos, lejos de aportar una narrativa clara, dibujan un panorama complejo, lleno de contradicciones y con desafíos estructurales que se resisten a retroceder.

En 2024, las estadísticas oficiales del Instituto Nacional de Estadística arrojaron un descenso moderado en el número de víctimas registradas en procesos con medidas judiciales: algo más de 34.600 mujeres, un 5% menos que el año anterior. Una cifra que podría sugerir avances, pero que contrasta con la magnitud que muestran los sistemas de seguimiento. El Ministerio del Interior tenía activos, a finales de ese mismo año, más de 100.000 casos de violencia de género, una cifra demasiado elevada para hablar de estancamiento, y mucho menos de éxito. Más inquietante aún es que más de la mitad de esos expedientes incluían a menores a cargo. El fenómeno, lejos de ser estrictamente interpersonal, ha pasado a instalarse como un problema social multigeneracional.

La paradoja se repite en otros ámbitos. Mientras los tribunales emitieron más sentencias condenatorias y aumentó el número de agresores declarados culpables, algo que suele interpretarse como mayor eficacia judicial, también creció el número de denuncias durante los primeros meses de 2025. En ese trimestre se registró un aumento superior al 4% respecto al mismo período del año anterior. La pregunta inevitable es si esta cifra refleja un repunte real de la violencia, una mejora en la capacidad de denunciar o, quizá, una combinación tensa de ambas tendencias. La caída simultánea en las órdenes de protección concedidas no despeja las dudas: podría significar saturación institucional, cambios en los criterios judiciales o, simplemente, dificultades burocráticas para acceder a una herramienta que, en teoría, debería actuar como escudo inmediato.

La violencia extrema, los asesinatos, mantiene su propia lógica. Desde 2003, más de 1.330 mujeres han sido asesinadas por sus parejas o exparejas, y las muertes registradas en lo que va de 2025 muestran que, pese a los mecanismos de alerta y a las campañas de prevención, aún persisten grietas críticas en la protección. A diferencia de los datos administrativos, que pueden subir o bajar según los criterios de registro, cada asesinato es una confirmación explícita de que las medidas no siempre llegan a tiempo.

La geografía añade otra dimensión. Ciudades como Melilla duplican con creces la media nacional de víctimas por cada mil mujeres, mientras otras regiones presentan cifras sensiblemente inferiores. La desigualdad territorial sugiere que la violencia machista, aun siendo un fenómeno estructural, se manifiesta con intensidades distintas según el contexto socioeconómico, la dotación de recursos o las políticas autonómicas. Allí donde los servicios sociales están peor dimensionados o donde los juzgados especializados se ven más tensionados, las mujeres encuentran mayores barreras para salir del ciclo de la violencia.

La raíz del problema parece residir, en buena medida, en el desajuste entre la capacidad de denunciar y la capacidad de proteger. España ha avanzado en lo primero: el estigma social asociado a denunciar es menor que hace dos décadas, y el mensaje institucional de “tolerancia cero” ha calado en amplias capas de la sociedad. Pero ese avance plantea nuevas exigencias a un sistema que, a menudo, funciona al límite de sus posibilidades. El tiempo que transcurre entre la denuncia, la evaluación del riesgo, la emisión de medidas cautelares y la intervención social puede convertirse en un vacío de desprotección que los agresores explotan con facilidad.

A ello se suma la dimensión cultural: la persistencia de modelos de relación marcados por el control, los celos o la dependencia económica y emocional. La legislación española, tan celebrada en el exterior, no se traduce en cambios de comportamiento a escala cotidiana. La prevención sigue siendo el eslabón débil de la cadena. Sin un cambio profundo en las normas sociales, el sistema judicial seguirá actuando más como contención que como transformación. No en vano, distintos sondeos señalan que entre la población más joven se normaliza el control, los celos o algún episodio de violencia "por amor". 

A pesar de estos retos, España no parte de cero. La experiencia acumulada en dos décadas de políticas públicas proporciona un mapa de lo que funciona y de lo que fracasa. Pero la evolución reciente indica que la violencia contra las mujeres no se reducirá únicamente a golpe de sentencia judicial. Requerirá una combinación más sofisticada de recursos: más rapidez en la protección, más apoyo psicosocial prolongado, más inversión en entornos vulnerables y, sobre todo, una prevención que no se limite a campañas esporádicas, sino que implique a escuelas, empresas, medios de comunicación y comunidades enteras.

La política española podrá presumir de avances legislativos, pero la realidad social sigue recordando que la violencia machista continúa siendo un problema de fondo, resistente, complejo y arraigado. Los datos no cuentan una historia de retroceso, pero tampoco una de progreso sostenido. Más bien revelan una lucha constante entre la capacidad del Estado para responder y la capacidad del problema para adaptarse. Y, por ahora, esa lucha sigue lejos de resolverse.

A esta capa central se suman formas de violencia que rara vez ocupan titulares, pero que afectan a decenas de miles de mujeres. La violencia sexual es una de ellas. Los delitos contra la libertad sexual han aumentado de manera sostenida en los últimos años, una tendencia que los expertos atribuyen tanto a un aumento real como a un mayor nivel de denuncia tras la visibilidad pública de varios casos emblemáticos. Las agresiones múltiples, la sumisión química y los delitos cometidos por conocidos o exparejas dibujan un escenario preocupante en el que la seguridad física y simbólica de las mujeres se ve cuestionada incluso en espacios que hasta hace poco se consideraban seguros: universidades, fiestas locales, discotecas, pisos compartidos.

La violencia digital representa otra dimensión emergente. El acoso en redes sociales, la difusión no consentida de imágenes íntimas y las campañas de desprestigio online han crecido de forma notable, especialmente entre adolescentes y mujeres jóvenes. Estas formas de abuso, muchas veces invisibles, generan consecuencias psicológicas profundas y dificultan la participación de las mujeres en la esfera pública. Aunque España cuenta con instrumentos legales para perseguir estos delitos, la velocidad y opacidad de los entornos digitales convierten la protección en un desafío constante, donde las víctimas deben demostrar una y otra vez el daño sufrido en plataformas que operan más rápido que los tribunales.

También está la violencia económica, quizá la más silenciosa de todas. Muchas mujeres continúan atrapadas en relaciones abusivas no solo por el miedo físico, sino por la imposibilidad material de abandonarlas: nóminas controladas por la pareja, deudas impuestas, manipulación patrimonial, obstáculos para acceder a vivienda o empleo. Estas dinámicas rara vez figuran en las estadísticas policiales, pero constituyen el sustrato que mantiene la dependencia y dificulta la ruptura. En un país donde la brecha salarial de género apenas se mueve y la precariedad laboral golpea con mayor fuerza a las mujeres, ignorar esta dimensión económica implica ignorar el mecanismo de coerción que permite que otras violencias prosperen.

A ello se agrega la violencia institucional, ese fenómeno difuso en el que las propias estructuras diseñadas para proteger terminan reproduciendo el daño. Mujeres que enfrentan procesos interminables para obtener una orden de protección; madres que sufren la revictimización judicial en conflictos de custodia; migrantes que temen denunciar por miedo a consecuencias administrativas; supervivientes de violencia sexual que deben narrar una y otra vez su experiencia frente a agentes con formación desigual. Aunque España ha invertido en formación especializada y protocolos más sensibles, el sistema sigue construido sobre inercias burocráticas que chocan con la urgencia vital que atraviesa a una víctima que busca ayuda.

Incluso existen formas de violencia que se expanden al margen del radar mediático, como la trata con fines de explotación sexual. España continúa siendo uno de los principales países de destino en Europa, con redes que captan, trasladan y esclavizan a mujeres jóvenes en pisos clandestinos y clubes de carretera. La respuesta institucional ha mejorado, pero choca con la falta de alternativas reales para las víctimas, que a menudo dependen de la protección policial para evitar la deportación y carecen de apoyos económicos suficientes para reconstruir sus vidas fuera de las redes de explotación.

Este mosaico de violencias coexistentes explica la sensación de estancamiento que transmiten los datos oficiales. No se trata solo de que persista la violencia en la pareja, sino de que se expande en múltiples direcciones en un contexto social y tecnológico en rápida transformación. La imagen de un país que ha avanzado legislativamente convive con la constatación de que los cambios culturales avanzan más despacio. Mientras las instituciones refuerzan su capacidad de registrar, acompañar y juzgar, el machismo produce nuevas formas de control, agresión y hostilidad que el marco normativo todavía no alcanza a contener plenamente.

España se encuentra así en una encrucijada: ha construido un andamiaje institucional robusto, capaz de intervenir, sancionar y proteger, pero el ecosistema social donde se generan estas violencias se ha vuelto más dinámico y difícil de abordar. La respuesta ya no puede limitarse a perfeccionar instrumentos judiciales. 

La violencia contra las mujeres en España no es un problema que avance linealmente hacia la solución. Es un fenómeno que se transforma, que muta, que encuentra nuevos espacios donde alojarse. Las leyes han marcado el camino, pero la realidad social va más rápido.

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