Su ascenso en la estructura nacional del PP ha coincidido con un deterioro del lenguaje político y una aproximación explícita a los códigos comunicativos de la extrema derecha. Tellado se sostiene como figura útil para la dirección, pero incómoda para quienes observan cómo el partido pierde anclaje en la moderación.
La irrupción de Miguel Tellado en la primera línea estatal no responde a una evolución natural de un dirigente que, en Galicia, se movía en registros diametralmente opuestos. Allí cultivó fama de organizador discreto, atento a la mecánica interna y muy alejado del perfil bronco que ahora se ha instalado en su biografía. El contraste es tan nítido que obliga a preguntarse qué ha pasado en el camino; o, mejor dicho, qué necesita hoy el PP que antes no necesitaba.
Desde su salto a Madrid, Tellado se ha convertido en la voz que el partido utiliza cuando quiere que el mensaje llegue sin matices. No es casual que él marque el tono de las jornadas en las que la dirección busca tensión y titulares inmediatos. Sus intervenciones encadenan descalificaciones y un vocabulario que rompe cualquier frontera con la ultraderecha, lo que le ha colocado como el dirigente más señalado por la izquierda, sí, pero también como el que más incomodidad genera entre cargos tradicionales del PP que ven cómo se difumina la imagen de alternativa de gobierno.
Quienes lo conocen de su etapa gallega insisten en que nada de esto tiene que ver con su temperamento original. La explicación, por tanto, no hay que buscarla en el personaje, sino en el papel que se le ha asignado. Tellado funciona como correa de transmisión de una estrategia que prefiere elevar el ruido antes que sostener un relato propio. Su estilo no es un exceso aislado: es la pieza escogida para competir en un terreno donde Vox lleva años asentado y que ahora el PP recorre con una soltura que sorprende incluso a algunos de sus votantes.
Lo más significativo no es la agresividad en sí, sino la normalización de un discurso que insiste en la deslegitimación del adversario y en una lectura simplificada de la política, donde lo importante no es argumentar sino arrinconar al otro. Ese deterioro del lenguaje público no se percibe como un daño colateral: se asume, a juzgar por la continuidad del método, como un instrumento aceptable de desgaste. Tellado encarna ese desplazamiento, que alimenta la sensación de que el PP ya no intenta distinguirse de Vox, sino competir en su propio registro.
La dirección popular sostiene que el tono duro moviliza a una parte del electorado que exige contundencia. Pero la política tiene inercias, y cuando un partido adopta de forma sostenida el discurso de la ultraderecha, el riesgo es evidente: el votante termina preguntándose para qué quiere una copia si ya existe el original. Ese es el temor que varios dirigentes populares, en privado, admiten sin rodeos. No cuestionan la utilidad táctica de Tellado, pero sí la factura estratégica que puede pasar a medio plazo.
En paralelo, la insistencia en el choque continuo deja poco espacio para construir una alternativa reconocible. Feijóo intenta que su relato no se confunda con el de los extremos, pero cada aparición de Tellado deshace parte de ese esfuerzo. No porque sea especialmente brillante en la confrontación, sino porque se ha convertido en el rostro más visible de una oposición que ha abandonado la moderación como seña de identidad.
Tellado es, en definitiva, el síntoma de una deriva, no su causa. Un dirigente que ha pasado de operador interno a agitador nacional porque el partido así lo quiere. El problema para el PP es que esa apuesta tiene un recorrido limitado: sirve para mantener tensión, pero no para convencer a quienes buscan algo más que un altavoz de indignación.