El crecimiento de la extrema derecha sin grandes esfuerzos de movilización ni campañas visibles revela que el problema excede las redes sociales y la provocación mediática. Hay un sustrato previo que explica su consolidación: vidas inestables, vínculos comunitarios debilitados y una percepción persistente de que la política institucional ha dejado de ser un espacio desde el que proteger o mejorar lo común.
Durante la última década, el debate sobre la desafección se ha formulado como un problema de comunicación, de estilo o de clima cultural, cuando su raíz es más material: precariedad laboral, dificultad de acceso a la vivienda, tiempos de vida fragmentados, cuidados sostenidos a costa de cuerpos agotados. La sensación de provisionalidad no es una abstracción: se manifiesta en decisiones íntimas, en la imposibilidad de planificar, en la dependencia de soluciones individuales para problemas que son colectivos.
En ese escenario, la política que se presenta como gestión técnica corre el riesgo de volverse distante, incluso cuando acierta. Y es ahí donde la extrema derecha encuentra espacio, porque no necesita demostrar eficacia, solo ofrecer una lectura emocionalmente reconocible del malestar: “alguien te ha quitado algo”, “hubo un antes mejor”, “lo común se está volviendo escaso”. Es un relato falso, pero fácilmente asumible cuando no existe otro que convoque desde lo compartido.
El vacío comunitario y el discurso del enemigo
Los vínculos que articulaban pertenencia —barrio, sindicato, asociaciones, espacios comunes— se han erosionado. Al desaparecer esas mediaciones, la conversación pública queda reducida a experiencias individuales. La extrema derecha no necesita construir comunidad; le basta con señalar culpables visibles y ofrecer orden frente a la incertidumbre. El enemigo es útil porque simplifica.
La democracia, en cambio, requiere procesos más lentos, reconocimiento mutuo, instituciones capaces de sostener conflictos complejos sin ocultarlos. Si esas instituciones se perciben débiles o distantes, la identificación no se da. Y cuando no hay identificación, la protección deja de sentirse como derecho y pasa a vivirse como privilegio ajeno.
Un terreno disponible, no una victoria ideológica
La extrema derecha no está creciendo por seducción ideológica masiva, sino porque ha sabido ocupar un espacio que otros dejaron de habitar: el de dar explicación a la inseguridad cotidiana. No propone soluciones, propone certezas afectivas. No organiza, pero articula resentimientos dispersos. Su avance no es resultado de una ofensiva brillante, sino del desgaste lento de la promesa democrática de bienestar compartido.