Durante décadas, millones de familias firmaron préstamos hipotecarios referenciados al IRPH, un índice que, a diferencia del Euribor, ha permanecido prácticamente en las sombras de la cultura financiera. La reciente sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) recuerda que los jueces nacionales deben abordar dos preguntas fundamentales al evaluar la abusividad de una cláusula: primero, si el profesional actuó de buena fe; segundo, si existe un desequilibrio evidente en detrimento del consumidor. Sin embargo, la jurisprudencia española más reciente ha ignorado una vez más ese mandato, priorizando un formalismo que distorsiona la protección del ciudadano.
Desde el punto de vista económico, el desequilibrio es casi matemático. Al carecer de un diferencial negativo, cualquier préstamo referenciado al IRPH será, durante toda su vida, más caro que la media de mercado. Es un hecho que los consumidores podrían haber comprendido solo si se les hubiera proporcionado la información completa: un préstamo a tipo variable implica riesgo, pero un préstamo referenciado al IRPH sin diferencial negativo implica certeza de coste superior.
En otras palabras, mientras un ciudadano puede asumir incertidumbre al firmar un contrato al Euribor, la opacidad del IRPH garantiza sistemáticamente que pagará más, año tras año, mes tras mes, durante décadas. La pregunta que debe hacerse cualquier juez, siguiendo las indicaciones del TJUE, es si el profesional podía suponer que el consumidor habría aceptado esa cláusula de haberla conocido en su totalidad. La respuesta económica y ética es contundente: no.
Tal y como se indica en el Análisis Económico-Financiero publicado por la plataforma Stop IRPH Gipuzkoa, el Tribunal Supremo español, en la sentencia 1591/2025, dio la vuelta a la secuencia indicada por el TJUE. Primero evaluó el desequilibrio y, al concluir que no existía, determinó automáticamente que tampoco hubo mala fe. Es un enfoque que, desde la óptica europea, parece una inversión del orden lógico. La buena fe no puede asumirse por la mera formalidad de que el IRPH sea un índice oficial o de que haya sido utilizado por las administraciones en planes de vivienda protegida. La verdadera buena fe exige transparencia, claridad y equidad, condiciones que el IRPH no cumple.
La comparación con el Euribor ilustra con nitidez el problema. En 2008, año de referencia de muchos de los préstamos en cuestión, el 87,5% de las hipotecas utilizaban el Euribor, mientras que solo un 3,7% estaban referenciadas al IRPH. El Euribor se calcula eliminando el 15% más alto y el 15% más bajo de las tasas reportadas por los bancos, y ponderando los resultados por representatividad. Así se protege al consumidor de distorsiones ocasionadas por operaciones marginales o atípicas. Por el contrario, el IRPH calcula una media simple de todas las entidades, sin ponderación ni auditoría pública, permitiendo que un solo préstamo elevado o manipulado pueda alterar el índice y, por tanto, el coste de todas las hipotecas referenciadas a él. Es una vulnerabilidad estructural que no es anecdótica: es sistémica y predecible.
El informe de Stop IRPH Gipuzkoa señala al análisis del catedrático Juan Etxeberria Murgiondo, basado en estudios y documentación del Banco de España, confirma que las entidades financieras poseen la capacidad real de influir, manipular y condicionar el IRPH, tanto individual como colectivamente. No se trata de una posibilidad teórica. Es un hecho documentado que el sistema permite y facilita la intervención deliberada de los bancos en el cálculo del índice. Mientras tanto, los consumidores permanecen en la ignorancia, firmando contratos que, a lo largo de 30 o 40 años, aseguran un coste más alto que el promedio del mercado.
Este desequilibrio estructural plantea una cuestión institucional crítica: ¿cómo puede un sistema judicial, dependiente de la legislación nacional y de los fallos del Supremo, ignorar la evidencia económica y financiera que demuestra que millones de hipotecados han pagado más de lo debido? La respuesta, al menos parcialmente, está en la tensión entre formalismo jurídico y protección real del consumidor. La jurisprudencia española ha tendido a priorizar la forma, el cumplimiento técnico del procedimiento, sobre el fondo económico de los contratos. En este contexto, la intervención del TJUE no es solo un recordatorio legal: es un correctivo necesario frente a un error sistemático que afecta a millones de ciudadanos.
El caso del IRPH no solo es un debate jurídico, sino también un experimento de economía aplicada: un índice diseñado sin mecanismos de protección, cuya opacidad sistemática permite a los bancos obtener rentas superiores a la media, y que, paradójicamente, se legitima por ser oficial y utilizado en políticas públicas de vivienda. La lección es clara: la formalidad no reemplaza la equidad, y la transparencia no es opcional en los contratos financieros de largo plazo.
El IRPH, finalmente, es una prueba de que la justicia europea puede actuar como un correctivo frente a la ceguera nacional, pero también de que la economía financiera y la transparencia legal deben ir de la mano, cosa que en España nunca sucede.