Interinos: el maltrato sistémico deriva en vulneración grave de derechos fundamentales

La vergüenza silenciosa de España, la mayor estafa laboral de las democracias occidentales. Años de abuso, sentencias ignoradas y un sistema que castiga a quienes sostienen los servicios públicos

04 de Diciembre de 2025
Actualizado a las 17:40h
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Trabajadores Interinos: Protesta

España convive desde hace décadas con una realidad administrativa que, pese a su aparente tecnicismo, se ha transformado en un problema estructural de derechos humanos: la precarización sistemática de cerca de un millón de trabajadores interinos en las administraciones públicas. Lo que comenzó como un mecanismo excepcional para cubrir vacantes temporales ha derivado en una estabilidad laboral encubierta, una suerte de limbo legal que la Unión Europea ha dejado claro que es una vulneración flagrante de derechos fundamentales, y que amenaza con erosionar la credibilidad institucional del propio Estado.

El fenómeno, lejos de ser accidental, es producto de una cultura político-administrativa que ha priorizado la flexibilidad electoral sobre la legalidad europea, encadenando sucesivos incumplimientos de directivas y sentencias. En un país donde las administraciones funcionan como archipiélagos burocráticos, cada uno con sus inercias, los interinos se han convertido en una solución fácil para gobernantes de todos los colores: personal barato, maleable, y, sobre todo, sin la protección jurídica que la ley debería garantizarles.

La paradoja es evidente. España presume en Bruselas de estabilidad institucional y modernización pública, mientras mantiene a cerca de un millón de empleados sometidos a una temporalidad que supera ampliamente los límites permitidos por el derecho comunitario. La UE ha advertido repetidamente que el abuso de contratos temporales constituye una violación de la Directiva 1999/70/CE, que exige mecanismos efectivos para evitar la explotación laboral en el sector público. Según los parámetros de Naciones Unidas, la situación española podría implicar una discriminación estructural incompatible con las obligaciones del país en materia de derechos humanos.

La figura del interino español se ha convertido así en un símbolo de la disonancia entre la retórica institucional y la práctica administrativa. Durante años, los gobiernos han recurrido a la temporalidad como herramienta para sortear restricciones presupuestarias, evitar la convocatoria de oposiciones o gestionar con discrecionalidad la estructura de personal. El resultado es una masa laboral atrapada en un sistema que promete igualdad, mérito y capacidad, pero que en la práctica premia la indefinición y castiga la estabilidad.

El Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) ha dictaminado en múltiples ocasiones que España se encuentra en situación de abuso de temporalidad. Sin embargo, las respuestas nacionales han tendido a la cosmética legislativa, más preocupadas por evitar sanciones económicas que por garantizar una solución justa. La llamada estabilización, presentada como reforma estructural, ha generado frustración entre los afectados, que denuncian que el proceso no reconoce adecuadamente los años de servicio acumulado ni repara los daños causados por la temporalidad prolongada.

El debate ha adquirido un tono político creciente. Para los defensores de una solución integral, España ha normalizado una suerte de excepción permanente que vulnera los principios constitucionales de igualdad y seguridad jurídica. Para sus detractores, cualquier reconocimiento de derechos a los interinos representa un ataque al sistema de oposición, un pilar simbólico de la meritocracia española. Pero esta dicotomía ignora que la precarización institucionalizada no es compatible con un Estado de derecho sólido. Y la verdadera amenaza no es reparar a quienes han sido utilizados como mano de obra temporal durante décadas, sino perpetuar un sistema que opera al margen del principio de legalidad europea.

La cuestión de fondo es más profunda: un Estado que exige a sus ciudadanos el cumplimiento estricto de la ley mientras se reserva para sí mismo amplias zonas de excepcionalidad es un hecho más propio de una autocracia que de una democracia. La credibilidad de las instituciones españolas ya se ve tensionada por escándalos de corrupción, ineficiencias sistémicas y polarización política. Añadir a esta mezcla la constatación internacional de que el país vulnera derechos fundamentales no es un asunto menor; es un síntoma de una crisis de gobernanza.

El conflicto de los interinos se ha convertido, en el fondo, en un espejo incómodo. Refleja la distancia entre la España que se imagina como miembro ejemplar del proyecto europeo y la España real, donde la política cotidiana se impone sobre la legalidad supranacional. También revela la brecha entre un discurso institucional que proclama modernidad y una práctica administrativa que opera con lógicas del siglo pasado.

La situación de los interinos no es solo una anomalía administrativa: es una prueba de estrés para el Estado de derecho español, un test que el país lleva demasiado tiempo suspendiendo.

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