La revelación de órdenes internas que pedían rechazar pacientes para mejorar márgenes económicos no solo sacude a Madrid. El impacto alcanza a todas las administraciones que han convertido la colaboración público-privada en un pilar estable de su sistema sanitario. Galicia está entre ellas. Y el silencio de la Xunta, una vez más, que se prolonga desde que estalló el escándalo, también debe leerse en ese contexto.
El caso del Hospital de Torrejón —a raíz de los audios en los que el ex-CEO de Ribera Salud insta a “desandar el camino” para elevar resultados financieros, incluso a costa de más listas de espera— pone delante del espejo una realidad conocida pero muy poco discutida: qué sucede cuando un servicio público esencial queda condicionado por los intereses de un operador privado. Las consecuencias, que en ocasiones se intuyen, en esta ocasión han quedado grabadas literalmente.
Madrid es hoy el epicentro, pero el modelo no nació allí ni se limita a esa comunidad. Galicia lleva años apoyándose en conciertos sanitarios estables y en acuerdos duraderos con los mismos grupos empresariales implicados ahora. Que la Xunta opte por no pronunciarse no sorprende: no porque replique exactamente la fórmula madrileña, sino porque comparte la misma premisa —la idea de que la gestión privada garantiza eficiencias que compensan sus riesgos—. A la luz de lo ocurrido, es legítimo preguntarse si esa premisa sigue en pie.
Desde 2022, la propiedad de Povisa está en manos del grupo francés Vivalto Santé, pero Ribera continúa gestionando el hospital. Y, en la práctica, lo que importa no es tanto quién figura en el registro mercantil como el tipo de gobernanza que se impone cuando un centro público depende de las decisiones de una empresa cuyo horizonte no coincide con el interés general. Eso es lo que el episodio de Torrejón vuelve políticamente incontestable.
Los contratos, por muy detallados que estén, suelen ocultar lo esencial: cómo se traduce la presión financiera en la actividad asistencial diaria. Los audios no plantean una sospecha; exponen una dinámica interna que ajusta la prestación sanitaria al margen previsto. Pensar que estos incentivos se anulan con auditorías puntuales es, como mínimo, optimista.
En varias comunidades gobernadas por el PP, la inversión estructural ha ido cayendo hasta obligar a sostener buena parte de la actividad asistencial con grandes operadores privados. La externalización ha dejado de ser un recurso adicional para convertirse en la columna vertebral de muchos servicios, también en territorios que presumen de defender la sanidad pública como elemento identitario.
Galicia es un buen ejemplo. El sistema arrastra carencias crónicas de personal, una planificación territorial insuficiente y un historial de infraestructuras que dejaron más sobrecostes que mejoras reales. Ese vacío lo ha terminado ocupando el sector privado con contratos crecientes y difíciles de revertir. La Xunta suele justificar estas decisiones en nombre de la eficiencia; la práctica demuestra que son, sobre todo, decisiones políticas que entregan poder estratégico a grupos empresariales cuyo objetivo principal no es garantizar derechos, sino obtener beneficios.
Lo ocurrido en Madrid demuestra hasta qué punto ese traslado de poder es real. Una instrucción interna que pide reducir actividad asistencial para mejorar márgenes revela más que cualquier comparecencia pública. Y plantea una pregunta incómoda: si, una vez firmado el contrato, un gobierno autonómico tiene dificultades para corregir desviaciones tan graves, ¿quién toma realmente las decisiones sanitarias? ¿Qué pasa con la equidad cuando la atención depende de una hoja de cálculo?
De momento, las reacciones institucionales se limitan a auditorías y mensajes de calma. Pero el problema va más allá de lo administrativo. El caso Torrejón señala una erosión de fondo: la dilución del principio de igualdad de acceso, que queda en entredicho cuando el criterio financiero condiciona la atención. La política sanitaria no puede funcionar con dos lógicas contradictorias: una que garantiza derechos y otra que maximiza balances.
Madrid soporta hoy el foco, pero el eco alcanza a todas las comunidades que han convertido la gestión privada en un pilar estructural. Galicia, aunque no lo admita, forma parte de ese grupo. Y la convicción —cada vez más debilitada— de que externalizar equivale a ganar eficiencia se tambalea con cada nueva prueba.
El caso Torrejón lo ha dejado nítido: no se trata ya de modelos ideológicos, sino de determinar hasta qué punto un gobierno está dispuesto a asumir riesgos cuando entrega funciones esenciales a empresas cuyo interés nunca será la salud pública. Lo que está en juego no es un contrato ni un escándalo puntual: es la capacidad del sistema público para asegurar que la atención sanitaria no dependa jamás del margen de una empresa.