La dimisión de Carlos Mazón no ha abierto ningún ciclo: lo ha cerrado en falso. Las direcciones del PP y Vox han pactado una continuidad que no pasa por la ciudadanía ni por las urnas. La Comunidad Valenciana queda así atrapada en un acuerdo de mínimos entre dos partidos que prefieren gestionar daños que asumir responsabilidades. Ni la tragedia ni sus víctimas entran en ese guion.
El relevo pactado no es transición: es cerrojo
La salida de Mazón no ha puesto en marcha un debate político, sino una operación de contención de daños. Lo que podía haber sido un punto de inflexión —una convocatoria electoral en una comunidad golpeada por la tragedia y por la gestión opaca del PP— se ha transformado en un simple cambio de piezas. Todo se negocia en Madrid. Todo se acuerda entre Feijóo y Abascal. Todo se hace de espaldas a los valencianos.
En esa conversación a puerta cerrada, la palabra “estabilidad” funciona como cortina de humo. Un término amable para no tener que decir la verdad: que el PP tiene miedo de volver a las urnas y que Vox necesita seguir dentro para sostener su agenda y su cuota. La aritmética parlamentaria ha sustituido a la política con mayúsculas. Y la sustitución de Mazón no se decide por su responsabilidad, sino por su desgaste. No hay proyecto. Solo hay cálculo.
Feijóo, en su laberinto valenciano
El presidente del PP —todavía empeñado en ejercer de líder sin mayoría— ha encontrado en Vox no un socio incómodo, sino un engranaje imprescindible para su aspiración de gobernar sin gobernar. La Comunidad Valenciana es la muestra: una autonomía clave, donde se desmorona la gestión mientras se pacta entre bambalinas. La imagen de ambos partidos blindando la legislatura no responde a ninguna voluntad de servicio público. Responde al miedo compartido de que, con una papeleta delante, los ciudadanos no perdonen.
Porque hoy, el PP no ganaría las elecciones en la Comunidad Valenciana. Y Vox lo sabe. Por eso aguantan. Por eso no se mueven. Por eso lo llaman “estabilidad” cuando deberían llamarlo “huida hacia adelante”.
Las víctimas siguen hablando. El poder, no.
Frente al silencio institucional, las asociaciones de damnificados por la DANA siguen hablando claro. No han abandonado la calle ni el discurso. No buscan enemigos, pero tampoco aceptan sustituciones simbólicas ni disculpas en diferido. Reclaman transparencia, reparación y respeto. Y lo hacen mientras la administración se reorganiza en despachos sin dar una sola explicación sobre lo que falló y quién lo permitió.
En ese contraste se cifra toda la tensión política del momento: una ciudadanía que exige justicia frente a una estructura de poder que busca blindarse sin exponerse. La sucesión de Mazón no está pensada para recomponer el vínculo entre instituciones y población, sino para evitar que ese vínculo se someta a escrutinio.
El verdadero problema no es quién viene. Es quién decide.
Los nombres que circulan como posibles sustitutos —con sello valenciano o designación desde Génova— no alteran el fondo del problema. Lo que se intenta preservar no es una línea política, sino un reparto de poder. La foto que se evita no es la de la tragedia, sino la de las urnas. Y el mensaje que se lanza no es el de una comunidad que se pone en pie, sino el de una élite política que pacta cómo seguir en pie sin pasar por la plaza pública.
Ni elecciones, ni debate, ni responsabilidad. Solo un acuerdo entre dos partidos que, cuando se trata de poder, siempre se entienden. Aunque sea a costa de los valencianos.