La extrema derecha europea ha cambiado de piel. Lo que antes eran pancartas contra el euro o discursos contra “los burócratas de Bruselas” es hoy la gestión paciente de los resortes comunitarios. Ya no se trata de salir, sino de moldear Europa desde dentro, canalizando fondos hacia armas y construyendo una arquitectura migratoria excluyente. Una integración que avanza sin aplausos ni referendos, pero que transforma a la UE en un espacio más centralizado y menos democrático.
El nuevo traje de los euroescépticos
Hace apenas una década, Marine Le Pen prometía que Francia abandonaría la moneda común. Hoy sonríe en Estrasburgo rodeada de traductores y asesores, y nadie en su partido pronuncia ya la palabra Frexit. Giorgia Meloni, que basó buena parte de su carrera en denunciar “las élites no electas de Bruselas”, gobierna Italia sin renunciar a los fondos europeos y comparte escenario con Ursula von der Leyen en Lampedusa. Viktor Orbán, que fue tratado como un verso suelto indomable, se pasea por los pasillos de Bruselas truequeando vetos por subsidios agrícolas y contratos de infraestructuras.
No es que hayan cambiado de convicciones, es que descubrieron que el poder estaba en la mesa que tanto despreciaban. Salir era costoso, quedarse rentable. Y las instituciones europeas, diseñadas para avanzar con lentitud burocrática, se han convertido en el vehículo ideal para agendas iliberales que se presentan como defensa de la soberanía.
El pegamento de la guerra
La guerra de Ucrania ha sido un acelerador. Los presupuestos de defensa se dispararon en toda la UE: Berlín sacó de la chistera un fondo de 100.000 millones de euros; Varsovia compró blindados y cazas a un ritmo nunca visto; incluso países históricamente reticentes, como Bélgica o España, se apresuraron a cumplir con el 2% del PIB exigido por la OTAN.
Bruselas apareció como coordinador: compras conjuntas, fondos de investigación militar, ayudas para la industria armamentística. Lo que en apariencia era un cumplimiento aliado se transformó en una federalización discreta. Armas compartidas, presupuestos armonizados, soberanía que se traslada hacia arriba.
La paradoja es que la extrema derecha, antaño enemiga de cualquier cesión, lo celebra: presentan la militarización como garantía de independencia nacional, aunque el efecto real sea exactamente el contrario.
Fronteras como ensayo general
El otro terreno es la migración. La llamada “Fortaleza Europa” ya no es eslogan, es una política en marcha. Frontex dirige drones, patrullas y bases de datos biométricas. El nuevo pacto endurece las devoluciones y delega el control en países poco ejemplares en derechos humanos, de Libia a Túnez.
El lenguaje de la ultraderecha “invasión”, “amenaza cultural” ha sido absorbido por el centro político. Cuando la presidenta de la Comisión se dejó ver con Meloni en la isla de Lampedusa, lo que se escenificaba era que esa retórica ya no pertenecía solo a los extremos.
Las fronteras se han convertido también en laboratorios tecnológicos de control: algoritmos predictivos, registros masivos, vigilancia intensiva que primero se ensaya con los migrantes y después se extiende al interior. La línea que separa la seguridad exterior de la vigilancia ciudadana es cada vez más fina.
Un federalismo del miedo
No habrá nunca una votación para unos “Estados Unidos de Europa” en versión ultraderecha. No lo necesitan. La integración se está produciendo de manera subterránea, empujada por la presión militar y migratoria. Un federalismo sin épica, sin urnas, sin relato común.
El Parlamento Europeo queda relegado: apenas opina sobre los grandes instrumentos de defensa, mientras lobbies como Airbus o Leonardo ocupan los despachos donde se deciden las prioridades. Cada paso refuerza la centralización, pero también la opacidad y la falta de control democrático.
Europa aparece así más fuerte en el tablero internacional, pero más débil como democracia. Una integración que avanza no desde la solidaridad, sino desde el miedo. Y con unos protagonistas que hace apenas unos años clamaban contra la propia idea de Europa.