Políticos y jueces vuelven a la gresca. Esta vez el casus belli ha detonado después de que el magistrado Leopoldo Puente, que instruye el caso Koldo en el Tribunal Supremo, haya mostrado su “estupor” por el hecho de que José Luis Ábalos, exministro de Transportes e imputado en la causa, siga manteniendo su escaño de diputado pese a estar investigado por delitos graves de corrupción. Puente ha ido más allá, e incluso ha invitado al Congreso de los Diputados a reflexionar sobre la falta de mecanismos legales para apartar a un parlamentario de sus funciones, sugiriendo una posible reforma legal para que estas cosas no sigan pasando.
Lógicamente, tal como era de esperar, el Gobierno y la resistencia judicial progresista de la judicatura ha reaccionado poniendo el grito en el cielo ante la injerencia intolerable de un poder sobre otro y ya se habla de lawfare, la guerra sucia judicial para tumbar gobiernos desde los tribunales. Es decir, que tras esta resolución de Puente, muchos quieren ver aquella famosa orden de Aznar para derrocar el sanchismo: “El que pueda hacer que haga”. Desde la Moncloa, último bastión contra el trumpismo, se ha respondido al juez que su misión es “cumplir las leyes, no opinar sobre ellas”. Y expertos en Derecho Constitucional consideran que el polémico escrito del instructor del Supremo supone una intromisión en el principio de separación de poderes, piedra fundamental de toda democracia.
Ábalos, investigado por el cobro de mordidas, pasó ayer por el Supremo y el propio Puente decidió dejarlo en libertad porque no hay riesgo de fuga. Este es un dato no menor porque a esta hora el exministro sigue siendo inocente a todos los efectos, ya que le ampara el derecho a la presunción de inocencia. El magistrado debería saberlo y tendría que haber sido mucho más escrupuloso con el investigado, ya que condenarlo mediáticamente a la pena de telediario, por corrupción y sin juicio previo, parece una temeridad que podría dar al traste con todo el proceso por abuso de derecho o nulidad.
Mucho nos tememos que Puente se ha dejado llevar por esa moda literaria por desgracia tan nefasta que circula entre nuestros jueces, mayormente los de la órbita conservadora. A algunos les ha dado por dar rienda suelta a sus inquietudes periodísticas y literarias y cada vez que se sientan a redactar resoluciones judiciales plasman las consideraciones subjetivas, intuiciones, ideas, fobias, filias y críticas personales que llevan dentro. Sufrimos una especie de fiebre de sus señorías por escribir libros, columnas de opinión y artículos en revistas, fanzines u hojas parroquiales. Y no está mal que nuestros magistrados cultiven el noble arte de la pluma. Pero si lo hacen, al menos que se corten un poco y separen lo que es el ocio de la profesión, la actividad cultural de la laboral, una sentencia de un ensayo o una novela de ficción.
Esta manía de nuestros togados de querer parecerse a Pérez Reverte (Don Arturo, lo llaman con devoción en el mundo ultra) empieza a ser un cáncer (uno más) de nuestra ya maltrecha Administración de Justicia. Un juez está para lo que está y, si le asalta “el estupor” por la situación política del país, que se tome una tila. Hay muchos remedios naturales para contrarrestar el parraque, sofoco, hiperventilación o ansiedad súbita cuando duele España. Desde aquí, y sin querer meternos a farmacéuticos (que luego llega un juez de estos y nos mete un paquete por intrusismo profesional y por begoño), recomendamos la pasiflora y las sales minerales. Hay muchas sustancias que la madre Tierra pone a nuestra disposición y que van bien para la alteración emocional por cuestiones políticas. Una tacita y el estupor se pasa en un santiamén.
Decía Carl Jung que la neurosis es el sufrimiento de un alma que no ha descubierto su sentido. Empieza a ser inquietante esa neurosis colectiva antisanchista que anida en nuestra alta judicatura, ese brote de estupor generalizado que contagia a nuestros jueces y les hace perder el norte. Porque se empieza por escribir tratados políticos en lugar de sentencias y luego pasa lo que pasa: que se le da un poder inmenso y omnímodo al juez para que pueda quitarle el acta a un representante legítimo del pueblo, tal como pide el señor Puente, anulando la democracia y convirtiéndola en un Estado judicial o policial.
Son ya demasiados los síntomas que nos hacen temer que en este país hay una epidemia de estupor en fase avanzada entre los poderes fácticos. El estupor no es como para tomárselo a broma, ni para dejarlo pasar, y conviene tratarlo. El estupor puede ir a más, y si no se controla, se agrava. Una fiebre de estupor sin tratamiento puede llevar a un juez a una caza de brujas delirante y sin sentido contra todo un fiscal general del Estado solo para salvar la cabeza de Isabel Díaz Ayuso, gran esperanza blanca de la derecha de este país. Un estupor mal llevado puede conducir a la obsesión grave contra la esposa de un presidente del Gobierno hasta convertir un proceso judicial en un thriller sin fin, en plan Psicosis, como le ocurre a Begoña Gómez, apuñalada en la ducha por los sindicatos fascistas y la prensa amarilla de la caverna. Hay que mirarse con urgencia lo del estupor, porque se empieza por un leve cosquilleo en los dedos de los pies, un malestar general, un no sé qué, y se acaba bailando un zapateao sobre la Constitución, o pisoteando los tratados de Montesquieu, o codo con codo en las manifestaciones nostálgicas de Abascal, que ya posa con selfis para la historia junto a los exaltados de la bandera del pollo. Todo ese estupor casi freudiano, todo ese mal que ya padecen de forma colectiva e irrefrenable muchos de nuestros jueces, empieza a ser una plaga inquietante, un auténtico problema de salud pública, una pandemia peor que el covid. Qué se puede pensar si no cuando muchos de ellos, pacientes del estupor sobrevenido o congénito, se enfundan la toga y posan sin rubor, a las puertas de los juzgados de todo el país, en crispadas protestas antisanchistas. Lo del estupor es preocupante. Una cucharadita de valeriana a tiempo y mano de santo.