El sanchismo rompe todos los límites

La estrategia de gobernabilidad a corto plazo al normalizar como interlocutor de Estado a un prófugo de la Justicia erosiona la credibilidad del Estado de derecho y sienta un precedente arriesgado

20 de Septiembre de 2025
Guardar
Puigdemont con Sánchez en una imagen de archivo. sanchismo
Puigdemont con Sánchez en una imagen de archivo.

Carles Puigdemont no es Nelson Mandela. En el debate político español y europeo, algunos de los defensores del líder independentista han intentado proyectar su figura como la de un líder democrático perseguido por sus ideas. Las comparaciones con referentes históricos como Nelson Mandela, sin embargo, resultan insostenibles.

Mandela pasó 27 años en prisión por enfrentarse a un régimen de apartheid que negaba derechos básicos a la mayoría de la población. Jamás rehusó a la justicia de su país, sino que asumió las consecuencias de su lucha y desde la cárcel se convirtió en símbolo de resistencia moral.

Puigdemont, en cambio, huyó de la justicia española tras el referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017. No es un exiliado político, sino un político prófugo: no se enfrenta a condenas por sus ideas, sino por desobedecer el marco legal vigente y tratar de imponer unilateralmente la independencia de Cataluña.

La equiparación con Mandela no solo es exagerada, sino peligrosa. Distorsiona la memoria histórica de una de las luchas más nobles del siglo XX y trivializa el sufrimiento de quienes enfrentaron regímenes verdaderamente opresivos.

Más allá de simpatías o discrepancias con el independentismo, la figura de Puigdemont no puede analizarse en los mismos términos que la de Mandela. Uno se erige en símbolo universal de justicia y reconciliación; el otro, en ejemplo de la deriva de un líder político que eligió la huida como estrategia en vez de afrontar su responsabilidad como hicieron otros líderes del procés, como Oriol Junqueras.

Por tanto, no es sólo un argumento de la derecha, sino un hecho indiscutible: Puigdemont es un prófugo de la justicia y, lo peor de todo, es que el PSOE de Pedro Sánchez pretende normalizar que el líder independentista sea un interlocutor válido para negociar políticas de Estado. Puigdemont no está buscado por la justicia de manera injusta y los valores del respeto a la democracia están por encima de los intereses particulares o políticos de una persona o un partido.

En la política democrática, las formas y la ética importan casi tanto como el fondo. Los interlocutores con los que un Gobierno decide sentarse a negociar no son un detalle menor: proyectan legitimidad, definen los límites del sistema y envían señales a aliados y adversarios. El PSOE de Sánchez ha traspasado una frontera delicada: aceptar como actor político legítimo a un prófugo de la justicia, interlocutor clave en decisiones de política de Estado.

Del tabú a la costumbre

Lo que hace apenas unos años sería inaceptable, sentarse a dialogar con dirigentes huidos de los tribunales españoles, se ha convertido en rutina política. El cálculo táctico ha pesado más que el principio de que las instituciones del Estado no pueden negociar con quien se coloca fuera de la legalidad.

Los sanchistas, con Pedro Sánchez al frente, han defendido que este pragmatismo responde a una necesidad superior: preservar la gobernabilidad en un Parlamento fragmentado y, en el ámbito territorial, garantizar cierta estabilidad en Cataluña. Pero la consecuencia es que lo extraordinario se ha normalizado. Lo que comenzó como un mal menor táctico corre el riesgo de consolidarse como un precedente estructural.

Erosión institucional

El peligro de esta estrategia es doble. En el plano interno, transmite que la justicia es negociable, o que su cumplimiento depende de la correlación de fuerzas políticas. En el plano externo, proyecta una imagen de fragilidad institucional que erosiona la credibilidad de España en el concierto europeo.

En Bruselas y en otras capitales, los interlocutores perciben una contradicción difícil de explicar: un gobierno que está obligado a defender a la independencia judicial y al mismo tiempo eleva a socio de negociación a un líder huído de esa misma justicia. Esta paradoja alimenta sospechas sobre la calidad democrática y el compromiso con el Estado de derecho de Pedro Sánchez.

Lógica del corto plazo

El PSOE sanchista ha priorizado el corto plazo: asegurar mayorías en el Congreso, intentar garantizar la legislatura completa y comprar tiempo (a un precio de cientos de miles de millones de euros) frente a la presión de la oposición. La lógica electoral se impone sobre la lógica institucional. La factura será más alta de lo previsto.

La desafección ciudadana hacia la política ya se alimenta de la percepción de que las reglas se aplican con elasticidad. Cuando se percibe que un prófugo de la justicia puede decidir el rumbo de la política económica, territorial o institucional del país, el mensaje hacia la clase media y trabajadora, que confía en que la ley sea la misma para todos, es devastador.

La paradoja del pragmatismo

El PSOE argumenta que este pragmatismo es un ejercicio de realismo político. Pero la contradicción es evidente: lo que se presenta como una solución para reforzar la gobernabilidad amenaza con debilitar las bases mismas de esa gobernabilidad a largo plazo. La estabilidad que se compra hoy se transformará en fragilidad institucional mañana.

La pregunta de fondo es si España puede permitirse que la gestión de lo público quede subordinada a la interlocución con quienes desafían abiertamente su legalidad. En un país donde la fortaleza de las instituciones ha sido históricamente la clave para consolidar la democracia y la prosperidad, la apuesta del PSOE sanchista no solo reconfigura la política española sino que redefine peligrosamente los límites de lo negociable.

Lo + leído