En cualquier otro contexto, un gobierno acosado por casos de corrupción, una economía con síntomas de fatiga y una base social crecientemente desilusionada estaría condenado al relevo. Pero España, en 2025, no es “cualquier otro contexto”. Pedro Sánchez todavía podría tener opciones reales de repetir mandato tras unas hipotéticas elecciones generales. La paradoja es evidente: el desgaste del poder no se traduce en una alternativa sólida.
En parte, el fenómeno recuerda a otros ciclos políticos europeos en los que la fragmentación del voto conservador y la debilidad del centro han permitido a líderes desgastados conservar el poder más por falta de sustituto que por convicción popular. En España, la ecuación parece la misma: el Partido Popular no capitaliza el malestar social, mientras la extrema derecha, cada vez más influyente entre los votantes jóvenes, erosiona la base electoral de la derecha tradicional.
Feijóo es incapaz de capitalizar el descontento
El Partido Popular debería encontrarse en su momento óptimo, como sucedió en los años 90 del siglo XX con José María Aznar. Los escándalos que afectan al entorno familiar de Sánchez, incluida su esposa, Begoña Gómez, y los efectos persistentes de la inflación y la precariedad laboral han minado la confianza en el Gobierno. Sin embargo, Alberto Núñez Feijóo no logra traducir esa erosión en votos.
Su problema no es la falta de discurso, sino su desconexión con la narrativa del malestar. El PP insiste en un tono institucional, centrado en la solvencia y la gestión, pero no logra conectar con una sociedad que percibe la política en clave emocional y polarizada, algo que sí ha comprendido perfectamente Isabel Díaz Ayuso. En los barrios obreros, su mensaje suena distante; entre los jóvenes, irrelevante. Y entre los votantes de clase media desencantados, el miedo a un Gobierno de coalición con la ultraderecha continúa siendo un freno.
Mientras tanto, el PSOE, aun castigado, conserva una ventaja táctica: su capacidad de movilizar al voto progresista a través del miedo al retroceso, una estrategia que, aunque defensiva, ha demostrado ser eficaz en el ciclo político europeo reciente.
Extrema derecha: el voto de la desafección
La otra mitad de la ecuación conservadora es la extrema derecha, que ha logrado arraigar entre los votantes más jóvenes y los nuevos electores, especialmente en las zonas urbanas y entre quienes sienten que la política tradicional no les ofrece respuestas.
El fenómeno no se limita a Vox. Nuevas formaciones y plataformas digitales articulan un discurso que mezcla identidad, seguridad e indignación social. Se presentan como los únicos capaces de desafiar tanto al “sanchismo” como a una oposición conservadora que juzgan blanda o cómplice.
Este crecimiento introduce un factor de fragmentación estructural en el voto de la derecha que tendrá un impacto directo en circunscripciones pequeñas donde un escaño se juega en una decena de votos. Cada punto que Vox o sus imitadores arrebatan al PP se convierte, en la práctica, en un refuerzo indirecto para Sánchez. Las divisiones dentro del bloque conservador hacen casi imposible alcanzar una mayoría estable sin alianzas incómodas o dependencias parlamentarias insostenibles.
Descontento desplazado
El desgaste del gobierno Sánchez es innegable, sobre todo por su ineficacia en, precisamente, la agenda social. Las clases medias y trabajadoras están cada vez más empobrecidas. España atraviesa un ciclo de crecimiento débil, aumento de la pobreza y destrucción de empleo de calidad. Los salarios reales continúan rezagados y la vivienda se ha convertido en una barrera de acceso a la independencia para una generación entera. Sin embargo, el descontento económico no se traduce en una protesta estructurada contra el Ejecutivo, sobre todo porque los agentes sociales, tal y como reconoció un dirigente sindical a quien firma este Ágora, guardan las grandes movilizaciones y la huelga general para cuando gobierne la derecha.
El malestar se está desplazando hacia otros terrenos: la inmigración, la agenda internacional o el sentimiento de pérdida de soberanía. Este fenómeno, que recuerda a dinámicas vistas en Italia o Francia, divide al electorado conservador entre quienes exigen una oposición más dura y quienes temen la deriva populista.
En la práctica, el debate sobre la inmigración o la política exterior (desde la posición sobre Israel y Palestina hasta la relación con Marruecos o América Latina) actúa como válvula de escape para una frustración social que no encuentra cauces políticos coherentes. Esa fragmentación emocional explica por qué el voto antisanchista no consigue transformarse en una alternativa coherente de poder.
Sumar y Podemos, la fatiga del socio menor
En el otro extremo del tablero, el bloque de izquierdas también se fragmenta. La coalición de gobierno se mantiene unida por la necesidad, no por la ilusión. Sumar y Podemos, tras años de divisiones y conflictos internos, pagan el precio de la irrelevancia institucional.
Yolanda Díaz ha perdido el magnetismo de los primeros meses; las disidencias internas y la falta de narrativa común con los sectores más radicales han vaciado su capital político. Podemos, por su parte, se ha convertido en una fuerza testimonial, sin capacidad de influencia más allá del ruido mediático.
El resultado es una izquierda debilitada, pero sin sustituto orgánico dentro del espacio progresista. Muchos votantes que en 2023 apostaron por una izquierda transformadora ahora se repliegan hacia el PSOE por miedo a que la desunión abra la puerta al bloque conservador. Sánchez, una vez más, sobrevive gracias al voto útil.
Victoria posible, pero sin entusiasmo
El escenario de que Pedro Sánchez pueda volver a formar gobierno tras las próximas elecciones no es nada descartable, aunque con una base parlamentaria más precaria aún y un mandato aún más incierto. No sería una victoria expansiva, sino defensiva: un triunfo sustentado menos en la adhesión popular que en el miedo al cambio.
Ese miedo, más que ningún programa o narrativa de futuro, es el verdadero motor de la supervivencia del sanchismo en su fase más desgastada. Sánchez ha convertido el temor al avance de la extrema derecha en su principal activo electoral, una herramienta que le ha permitido aglutinar el voto progresista en torno al PSOE y desactivar la amenaza de la abstención entre los electores desencantados con su gestión.
El guion no es nuevo: en 2019, y de nuevo en 2023, el líder sanchista articuló una campaña centrada en el “peligro” que supondría la entrada de Vox en el Gobierno. En ambos casos, la estrategia funcionó. El electorado progresista, dividido entre múltiples opciones, acabó cerrando filas en torno al PSOE como el último dique de contención frente a la derecha radical.
Sánchez volvería a apostar por esa fórmula, pero con un matiz: el desgaste económico, los casos de corrupción y la fractura de la izquierda hacen que el miedo deba combinarse con un nuevo relato de responsabilidad institucional. En otras palabras, el presidente ya no puede presentarse como el arquitecto de una transformación social, porque su currículo se lo impide, sino como el garante de la estabilidad democrática. En tiempos de incertidumbre, su mensaje podría ser simple y eficaz: “Peor sería el caos”.
Miedo como disciplina electoral
Los estrategas del PSOE asumen que la batalla no está en conquistar a los indecisos del centro, sino en retener a los votantes progresistas cansados o frustrados que podrían abstenerse o refugiarse en Sumar, Podemos o pequeñas formaciones nacionalistas. En ese campo, el miedo al bloque PP-Vox sigue siendo una palanca emocional poderosa.
A diferencia de otras etapas de la democracia española, el votante progresista medio percibe la amenaza de la extrema derecha no como una abstracción ideológica, sino como una posibilidad tangible y próxima. La retórica de Vox sobre inmigración, memoria histórica o derechos de las mujeres (amplificada por su presencia institucional en gobiernos autonómicos) alimenta un clima de alarma que el sanchismo sabe capitalizar con precisión quirúrgica.
Así, cada vez que el discurso de Santiago Abascal o sus aliados se radicaliza, la campaña sanchista gana oxígeno. Lo que para la derecha es identidad, para Sánchez es munición. Las declaraciones incendiarias o los gestos simbólicos reactivan el voto de contención entre sectores urbanos y de clase media progresista que, sin entusiasmo, optan por el PSOE para evitar un retroceso.
La clave, según los politólogos, está en que el miedo funciona como disciplina electoral en contextos de fragmentación: cuando el votante percibe que su voto puede ser decisivo para frenar un escenario indeseado, la movilización aumenta. En las últimas generales, esa lógica permitió al PSOE absorber parte del voto que había huido a Sumar o estaba dispuesto a abstenerse. En el nuevo ciclo, Sánchez podría repetir la jugada, especialmente si las encuestas vuelven a mostrar la posibilidad de un Gobierno PP-Vox con mayoría absoluta.
El sanchismo como mal menor
De forma paradójica, la figura de Sánchez se ha convertido en símbolo de polarización y refugio a la vez. Para una parte de la sociedad española, representa el agotamiento del sistema; para otra, la última línea de defensa frente a la involución. Esa ambivalencia explica por qué, pese al desgaste, el PSOE se mantiene competitivo: el voto a Sánchez ya no es un voto de confianza, sino de prevención.
En ese sentido, la estrategia del presidente recuerda a la empleada por Emmanuel Macron en Francia o Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil, líderes que lograron retener el poder no tanto por sus logros como por el miedo al adversario. En España, la idea del “mal menor” podría ser suficiente para garantizar una nueva mayoría frágil, especialmente si la derecha no logra moderarse ni articular una alternativa integradora.
Sánchez, un político sin ideología, ha demostrado ser capaz de sobrevivir en un ecosistema de desgaste permanente. Su hipotética victoria no dependerá de convencer a más gente, sino de movilizar a quienes ya le temen menos que a su oponente.
En el fondo, su posible reelección sería menos una afirmación del proyecto sanchista que una manifestación del bloqueo estructural de la política española: una sociedad cansada, polarizada y atrapada entre la desilusión y el miedo.
Y en ese terreno, Sánchez se mueve con la serenidad del francotirador que sabe que basta con no perder para seguir ganando.