Palestina, ni de izquierdas ni de derechas

A pesar de que tradicionalmente en España han sido las formaciones progresistas las que han sido el frente de defensa de la causa palestina, la realidad es que la lucha no tiene tintes ideológicos…, o no debería tenerlos

16 de Septiembre de 2025
Actualizado el 17 de septiembre
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Ayuso blanquea a Israel en plena matanza Palestina
Ayuso blanquea a Israel en plena matanza: el día en que Madrid se levantó contra el genocidio 

Durante décadas, hablar de Palestina fue hablar de trincheras ideológicas. Para unos, bandera de la izquierda global. Para otros, causa instrumentalizada por populismos autoritarios y por sectores islamistas hostiles a Occidente. Sin embargo, a medida que el conflicto se encona hasta el genocidio y la violencia se repite con regularidad trágica, la cuestión palestina parece escapar de los marcos tradicionales: ya no es patrimonio exclusivo de la derecha ni de la izquierda, sino un prisma a través del cual se revelan las contradicciones de las democracias contemporáneas.

La capacidad de la causa palestina para mutar según el observador no es nueva. En los años setenta, los movimientos de liberación la convirtieron en estandarte de la lucha anticolonial, mientras la derecha árabe la utilizaba para cimentar regímenes autoritarios. En Europa, partidos socialdemócratas veían en la creación de un Estado palestino un ejercicio de justicia histórica, mientras la izquierda radical lo elevaba a símbolo global contra el “imperialismo”.

Hoy, el paisaje es más complejo. La izquierda progresista sigue reclamando justicia para los palestinos, aunque sus debates internos sobre antisemitismo y multiculturalismo erosionan la unidad. La derecha populista, por su parte, oscila: en algunos países se ha alineado con Israel como baluarte contra el islam político; en otros, apela al sufrimiento palestino para alimentar un discurso antiestadounidense.

La generación del desorden

La irrupción de nuevas generaciones ha trastocado aún más la ecuación. Para jóvenes activistas de movimientos climáticos o de justicia racial en Estados Unidos y Europa, Palestina se ha convertido en símbolo de desigualdad estructural y violencia estatal. En campus universitarios estadounidenses, el lenguaje de “colonialismo de asentamientos” se entrelaza con el de Black Lives Matter.

A la vez, en países musulmanes con sociedades jóvenes y conectadas, Palestina representa una causa que rebasa divisiones sectarias o nacionales: marroquíes, indonesios o paquistaníes pueden discrepar en casi todo, pero comparten indignación frente a las imágenes de Gaza. No es tanto ideología como emoción colectiva.

En Oriente Medio, los alineamientos son aún más elocuentes. Arabia Saudí, epicentro del conservadurismo islámico, ha coqueteado con normalizar relaciones con Israel sin renunciar a la retórica pro palestina. Irán instrumentaliza el conflicto para proyectar poder regional. Turquía lo utiliza como carta diplomática ante Washington y Bruselas. Ninguno de estos actores responde a la clásica división izquierda/derecha: la causa palestina es un recurso de legitimidad política adaptable a cualquier agenda.

Democracias en tensión

En las democracias occidentales, la transversalidad de la cuestión palestina revela una incomodidad creciente. Partidos tradicionales de centroizquierda y centroderecha intentan mantener un equilibrio imposible: apoyar el derecho de Israel a defenderse sin ignorar la catástrofe humanitaria palestina. El resultado suele ser tibieza, que enciende tanto a los ciudadanos pro palestinos como a los defensores férreos de Israel.

En Estados Unidos, la fractura es generacional: el establishment demócrata mantiene su alianza con Israel, mientras una parte de su base juvenil exige condicionarla al respeto de los derechos humanos palestinos. En Europa, gobiernos conservadores y progresistas por igual se enfrentan a protestas masivas en las calles, donde se mezclan estudiantes, sindicatos y comunidades migrantes.

Una causa despolitizada y repolitizada

Lo que emerge es una paradoja. La cuestión palestina está menos “ideologizada” en el sentido clásico (no pertenece a un campo político específico), pero al mismo tiempo está más cargada de política que nunca, porque funciona como test de coherencia moral para todos.

Para la izquierda, pone a prueba su compromiso con los derechos humanos cuando éstos entran en conflicto con sensibilidades comunitarias o acusaciones de antisemitismo. Para la derecha, examina su discurso sobre soberanía, seguridad y cristianismo frente al riesgo de alinearse con políticas percibidas como brutales. Para los gobiernos, es un recordatorio de que la neutralidad se parece demasiado a la complicidad.

Brújula sin norte

La transversalidad de la cuestión palestina, en última instancia, refleja la mutación del orden político global. En un mundo donde las etiquetas izquierda y derecha pierden peso frente a la política de identidades, emociones y geopolítica fragmentada, Palestina actúa como brújula sin norte fijo: cada actor la hace girar hacia donde conviene, pero nadie logra monopolizarla.

Quizá esa sea su fuerza y su tragedia. Como causa, Palestina ya no pertenece a nadie en particular. Como realidad, pertenece a todos: a quienes la utilizan para articular sus luchas, a quienes la esgrimen como amenaza, y sobre todo a quienes la viven cada día en Ramala, Gaza o Jerusalén. La pregunta, entonces, no es de quién es Palestina en términos ideológicos, sino si alguien, más allá de etiquetas, está dispuesto a asumirla como responsabilidad política real.

El deporte como escenario inesperado

Lo sucedido en la Vuelta Ciclista a España 2025 añade un nuevo ángulo a la transversalidad de la cuestión palestina. Lo que debía ser un escaparate de la normalidad veraniega española se convirtió en un episodio de convulsión política. Miles de manifestantes irrumpieron en carreteras, cruces y finales etapa con banderas palestinas y pancartas denunciando la complicidad de gobiernos europeos con Israel. La seguridad no pudo garantizar el desarrollo de la competición y, tras varios intentos fallidos de reprogramar etapas, la organización anunció la cancelación de la etapa final en Madrid.

El hecho es inédito: uno de los grandes eventos deportivos del calendario internacional suspendido no por dopaje, pandemia o crisis logística, sino por un conflicto lejano geográficamente, pero omnipresente en la conciencia pública global. La Vuelta dejó de ser un evento deportivo para convertirse en metáfora política.

Los episodios recuerdan a otros momentos en los que causas globales atravesaron el deporte: el boicot olímpico a Moscú en 1980, los movimientos antiapartheid que cercaron a Sudáfrica en los años ochenta, o las protestas en favor de Hong Kong en la NBA. La diferencia es que en España no hubo una campaña organizada desde gobiernos, sino una movilización ciudadana que desbordó a las autoridades deportivas y políticas.

La Vuelta, que tradicionalmente había evitado grandes controversias políticas, terminó convertida en un escaparate de la frustración popular por lo que suponía la participación del equipo Israel, un claro ejemplo de sporwashing. Ciclistas luciendo el nombre del país que está ejecutando un genocidio sistemático, no sólo en Gaza, sino también en Cisjordania y en Jerusalén Este.

El eco internacional fue inmediato. Algunos medios lo interpretaron como signo de una opinión pública europea cada vez más impaciente con la ambigüedad de sus gobiernos. Otros lo leyeron como la confirmación de que ninguna institución —ni siquiera el deporte, con su pretendida neutralidad— puede sustraerse a la presión moral del conflicto palestino.

Para la clase política española, la suspensión fue doblemente incómoda: por el golpe económico y reputacional a un evento internacional, y por mostrar que la calle tiene capacidad de alterar la normalidad institucional en nombre de Palestina. Ni derecha ni izquierda, a pesar de que lo intentaron, pudieron capitalizar la situación sin quedar atrapadas en contradicciones: quienes defendieron la continuidad de la Vuelta fueron acusados de insensibles y de colaboracionismo con el Estado genocida de Israel; quienes aplaudieron la suspensión fueron señalados de instrumentalizar el sufrimiento ajeno y de ejecutar sus protestas a través de la violencia.

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