La figura de Juan Carlos I ha vuelto a la actualidad tras la publicación en Francia de su libro de memorias en el que lo más importante no está en lo que se ha contado, sino en lo que ha callado, cuestiones de las que existen fuentes de conocimiento y documentación. Uno de esos capítulos oscuros es la conexión entre el rey emérito con los servicios de inteligencia y el provecho que sacó de ello.
Durante casi cuatro décadas, el reinado de Juan Carlos I fue celebrado como la piedra angular de la transición española: símbolo de reconciliación, garante de la democracia y arquitecto de la estabilidad institucional. Sin embargo, entre los pliegues de ese relato luminoso se dibuja una historia más oscura, una en la que la información, no la legitimidad electoral, fue el verdadero cimiento del poder.
El monarca, más que una figura decorativa, habría sido “el verdadero amo del país”, un poder fáctico con control sobre los resortes más sensibles del Estado, en particular los servicios de inteligencia. Esta afirmación, realizada por el coronel Amadeo Martínez Inglés, quien estuvo destinado durante años en el Estado Mayor y en los servicios de inteligencia militar, muestra un aspecto poco explorado del juancarlismo: la estrecha relación entre la monarquía, el espionaje y la política.
Quería saberlo todo de todos
Desde el inicio de su reinado, Juan Carlos de Borbón comprendió que el poder moderno no se ejerce solo desde el trono, sino desde el acceso privilegiado a la información. En la España de la post dictadura, el control de los servicios secretos era más que una herramienta: era un seguro de supervivencia.
El CESID (Centro Superior de Información de la Defensa), creado en 1977, se convirtió en el instrumento perfecto. Bajo la dirección del coronel Emilio Alonso Manglano, amigo íntimo del monarca y confidente habitual en las madrugadas de La Zarzuela, el centro habría mantenido con el rey una relación “continua, secreta y estrechísima”. Según Martínez Inglés, Manglano informaba directamente al soberano de los movimientos políticos, militares y económicos del país, muchas veces antes de que los informes llegaran al Gobierno.
En una monarquía parlamentaria, donde el poder ejecutivo recae en el Gobierno, este flujo paralelo de información sugiere una disonancia institucional: un doble circuito de decisión en el que la Corona, aunque constitucionalmente neutral, disponía de inteligencia reservada que ni siquiera los presidentes elegidos conocían.
El acta fundacional de los GAL
Entre los documentos más comprometedores que, según Martínez Inglés, llegaron al despacho del rey se encontraba el “Acta Fundacional de los GAL”, un texto que, con el visto bueno de las “altas instituciones de la nación”, habría servido de base para la creación de los Grupos Antiterroristas de Liberación en 1983.
El CESID, antecesor del actual CNI, habría elaborado el documento y lo habría remitido primero a la Zarzuela, antes incluso de que el presidente Felipe González tuviera conocimiento formal del mismo. Sólo Juan Carlos I puede confirmar lo señalado por el coronel, pero implicaría que la iniciativa de la guerra sucia fue conocida y tolerada desde el corazón mismo del Estado, y que la monarquía actuó como bisagra entre los aparatos de seguridad y el poder civil. La dimensión institucional es devastadora: un rey que, según Martínez Inglés, no solo supervisaba sino que legitimaba una estrategia extralegal de represión en nombre de la razón de Estado.
El precedente inmediato se remontaría a julio de 1979, cuando el CESID elaboró un “Informe-Propuesta sobre la lucha antiterrorista” que planteaba, de forma explícita, el uso de métodos no convencionales contra el entorno de ETA. Adolfo Suárez rechazó el documento “con vehemencia”, consciente de que aceptar ese tipo de prácticas habría supuesto cruzar una línea moral y política que España, recién salida de la dictadura, no podía permitirse. Sin embargo, el informe no se destruyó: fue archivado, analizado, y, según Martínez Inglés, conservado como referencia operativa en los despachos de inteligencia.
Cuando los socialistas llegaron al poder en 1982, el contexto había cambiado. El terrorismo etarra había alcanzado su punto álgido, el ejército reclamaba firmeza, y los servicios secretos disponían ya de una estructura centralizada y eficaz.
En ese escenario, el rey mantenía su comunicación directa y reservada con Emilio Alonso Manglano, director del CESID y confidente personal del monarca.
A través de esa vía, el rey habría presuntamente recibido no solo los documentos fundacionales de la guerra sucia, sino también los informes periódicos sobre sus acciones. El coronel sostiene que Juan Carlos fue informado “antes, durante y después” de cada una de las operaciones de los GAL, incluidas las ejecuciones extrajudiciales perpetradas en el sur de Francia y el norte de España entre 1983 y 1987. Los partes de operaciones, elaborados por el CESID y por las divisiones de inteligencia de los tres ejércitos, llegaban rutinariamente al Estado Mayor de la Defensa y, en copia reservada, al despacho del monarca.
Estas afirmaciones, que coinciden con otras investigaciones históricas sobre la guerra sucia, indicarían que el papel del rey Juan Carlos en esa etapa sería mucho más que el de un árbitro constitucional o garante simbólico. Su conocimiento presuntamente anticipado y detallado de las acciones de los GAL lo situaría en una posición de corresponsabilidad moral con un periodo que la propia justicia española calificó años después como uno de los más oscuros de la democracia.
Más allá de la cuestión jurídica, el caso ilustra una constante en el supuesto modo de ejercer el poder por parte del monarca: la centralidad de la información. En un país aún marcado por el legado del franquismo, la inteligencia era el verdadero eje de mando, la herramienta que definía quién sabía qué, y cuándo. Controlar el flujo de información equivalía a controlar el Estado.
Esa cultura del secreto, en la que el rey fue el principal beneficiario, permitió que durante años coexistieran dos legitimidades paralelas: la formal, representada por los gobiernos democráticamente elegidos, y la fáctica, articulada desde los despachos de Zarzuela y los sótanos del CESID. La primera respondía al Parlamento; la segunda, solo al monarca y a un reducido círculo de hombres que, como Manglano, se movían entre la obediencia institucional y la devoción personal.
El episodio de los GAL, leído desde esta perspectiva, no es solo un caso de terrorismo de Estado. Es la manifestación de un modelo de poder en el que las fronteras entre monarquía, inteligencia y gobierno quedaron deliberadamente difuminadas. Juan Carlos I, el monarca reformista que fue símbolo de modernización, también fue, según esta interpretación, el guardián de una zona de sombra donde la razón de Estado se confundía con la voluntad del trono.
En última instancia, ese doble rostro de la monarquía española explicaría buena parte de las ambigüedades de la democracia naciente. La Transición no solo heredó estructuras del franquismo; heredó también su concepción del secreto como instrumento de estabilidad. Y en el vértice de ese sistema, vigilante y omnisciente, se encontraría un rey que supo convertir la información en su forma más pura de poder.
El Estado dentro del Estado
Las memorias publicadas esta semana no cuentan cómo Juan Carlos no solo observaba, sino que supuestamente influía activamente en las decisiones gubernamentales. Durante la etapa de Adolfo Suárez, habría actuado como “dictador máximo”, utilizando al presidente como “marioneta” política. Con la llegada de los socialistas en 1982, lejos de replegarse, el rey habría consolidado su papel de árbitro invisible, respaldando el desmontaje del aparato franquista del Ejército y ofreciendo su aval personal a operaciones delicadas, incluidas las de los servicios de inteligencia durante la llamada guerra sucia contra ETA.
Esta interpretación desafía el consenso que consagra a Juan Carlos como garante de la democracia. Si el monarca fue, de hecho, un poder paralelo, su reinado podría entenderse no como una cesión del poder autoritario al civil, sino como su sofisticada mutación. El franquismo, en esta lectura, no habría desaparecido del todo: se habría transformado en un sistema de influencia discreta, sostenido por redes militares, empresariales y de inteligencia bajo la sombra de la Corona.
La inteligencia, la arquitectura del poder
A lo largo de la historia, los monarcas han entendido el valor de la información confidencial. Pero en la España del siglo XX, ese instinto adquirió un matiz moderno. El acceso a los secretos del Estado (operaciones antiterroristas, relaciones internacionales o finanzas opacas) se convirtió en una forma de poder metapolítico: un poder sin responsabilidad formal, pero con capacidad de presión real.
Las reuniones entre el rey y los presidentes de Gobierno, según cuenta Martínez Inglés, eran casi teatrales. Juan Carlos escuchaba, fingía sorpresa ante los informes oficiales y, entre bromas, lanzaba datos que solo podía conocer por sus propios canales de inteligencia. En ese instante, el equilibrio se rompía: el soberano, armado con información que los gobernantes desconocían, imponía su autoridad implícita.
Esa dinámica de “doble mando” revela la paradoja central del juancarlismo: una monarquía constitucional que, en la práctica, funcionaba como un vértice operativo de poder.
La desmitificación de la Transición
La eficacia de ese sistema fue clave en la estabilidad de la Transición. Las memorias no cuentan que el rey supo maniobrar entre generales nostálgicos, presidentes recelosos y una ciudadanía deseosa de olvidar el pasado. Pero el precio de ese equilibrio fue la creación de una cultura política donde la discreción sustituía a la transparencia, y donde la confianza en el monarca se volvió dogma.
Hoy, con la distancia del tiempo y los escándalos que acompañaron su abdicación, la figura de Juan Carlos I aparece bajo una luz distinta. Su reinado, que comenzó como una promesa de democratización, terminó envuelto en las sombras de la inteligencia, las comisiones internacionales y los pactos tácitos entre poder y silencio.
