Tras muchos años analizando documentos, escuchando a las víctimas, hablando con responsables de las entidades bancarias y recogiendo valoraciones de juristas, quien firma este Ágora se ha dado cuenta de que durante demasiado tiempo, el IRPH ha sido analizado desde arriba: desde los despachos judiciales, desde los informes técnicos y desde una lógica institucional que reduce el problema a la legalidad formal de un índice publicado en el BOE. Sin embargo, cuando se desciende al terreno de la experiencia real, el relato cambia radicalmente. Allí, el IRPH no es un concepto financiero, sino una presencia constante que organiza la vida cotidiana de miles de familias. Es en esa fricción entre doctrina y vivencia donde la realidad de las víctimas empieza a imponerse sobre los argumentos del Tribunal Supremo.
“Tener una hipoteca con IRPH me obliga a tomar ansiolíticos, porque no llego a fin de mes”, explica a Diario Sabemos una afectada. Su testimonio no habla de cláusulas ni de diferenciales, sino de salud mental, de angustia sostenida en el tiempo y de decisiones imposibles. Destinar el 65% de los ingresos familiares a la hipoteca, pagar 500 euros más al mes que con un préstamo referenciado al Euríbor, no es una desviación estadística: es una condena económica que se filtra en cada aspecto de la vida. En su caso, incluso los estudios universitarios de su hija quedaron condicionados por una cuota hipotecaria que nunca fue explicada.
Otro afectado nos relata cómo el IRPH ni siquiera fue “vendido”: simplemente apareció años después. “Pensaba que tenía Euríbor más cláusula suelo. Me enteré de que tenía IRPH cuando el banco me contestó que todo estaba bien”. La hipoteca la firmó con la caja de toda la vida, en un clima de confianza personal que sustituyó a cualquier explicación técnica. El hecho de no tener diferencial elevado fue interpretado como una ventaja, cuando en realidad ocultaba un índice estructuralmente más caro. “Gracias a ellos mi vida es un sinvivir desde que firmé IRPH”, resume. Para evitar impagos, terminó encadenando préstamos personales, profundizando una espiral de endeudamiento que no figuraba en ningún folleto informativo.
La narrativa judicial sostiene que el consumidor podía conocer el índice si lo leía en la escritura. Pero los testimonios revelan algo distinto: una pedagogía inexistente y una retórica engañosa. “El IRPH es mejor para vosotros”, “es más estable”, “ya lo entenderéis cuando tengáis el préstamo”. Frases vagas, repetidas una y otra vez, que hoy resuenan como una forma de violencia financiera blanda. “Maldigo el día en que pisamos aquella oficina; sin saberlo, estábamos vendiendo nuestra alma al diablo”, confiesa otra familia. Su préstamo es 300 euros más caro cada mes, sin ninguna prestación adicional. El resultado no es solo económico: es vital. La calefacción en invierno se convierte en un dilema, el calzado infantil en un cálculo y la seguridad básica en una incógnita permanente.
Hay testimonios que van aún más lejos y describen cómo el IRPH ha desarticulado por completo cualquier proyecto de vida. “Todo gira en torno a la hipoteca; ir al supermercado es un pecado”, cuenta una persona que firmó su préstamo en 2007, cuando el Euríbor estaba en máximos. Le dijeron que el IRPH era más ventajoso; nunca le explicaron que no bajaría cuando el mercado cayera. Desde entonces, no ha podido formar una familia. “Ni hijos, ni dentistas, ni nada de nada”, resume con una crudeza que desarma cualquier discusión técnica. El daño, dice, es “irreparable”.
Otros testimonios añaden un elemento aún más perturbador: la erosión de la salud física y mental. Un afectado nos relata que, tras perder su empleo en 2008, la cuota subió hasta los 800 euros. Después de doce años había pagado 63.000 euros en intereses y solo 27.000 de capital, una aritmética que explica por sí sola la trampa. Hoy vive con tratamiento psicológico y ha tenido que reducir las necesidades básicas de su familia. “Gracias al IRPH hoy soy un muerto en vida”, afirma. No es una metáfora: es la descripción de una existencia suspendida.
Otro relato sitúa el problema en el momento exacto del estallido de la burbuja inmobiliaria. Mientras las hipotecas de amigos bajaban, la suya subía. Creía haber firmado Euríbor +0,90. Años después descubrió que tenía IRPH Cajas, un índice posteriormente eliminado por incumplir la Directiva 93/13. Las cuotas alcanzaron los 1.600 euros, muy lejos del cuadro de amortización inicial. “Sufrir IRPH enferma tu salud, enferma las ilusiones de toda la familia”, explica, antes de lanzar una pregunta que resume la fractura institucional: “¿Por qué las instituciones defienden al fuerte y no a sus ciudadanos?”.
Frente a este mosaico de experiencias, el razonamiento del Supremo aparece blindado por una lógica sistémica: el IRPH es oficial, es público, y por tanto no puede considerarse abusivo per se. Pero lo que emerge de los testimonios es una verdad incómoda: la transparencia formal no garantiza comprensión real, y menos aún consentimiento informado. La reiteración de historias similares, separadas por años y geografías, sugiere un patrón, no una anomalía.
Como ocurrió con las preferentes, las cláusulas suelo o las hipotecas multidivisa, el tiempo está desplazando el centro del debate. Ya no se trata solo de si el índice era legal, sino de si un Estado social puede aceptar que un producto financiero, amparado por la norma, destruya vidas sin ofrecer reparación. En ese desplazamiento, la voz de las víctimas empieza a pesar más que los argumentos abstractos.
El IRPH, visto desde abajo, no es estabilidad: es rigidez. No es seguridad: es asfixia. Y no es neutralidad técnica: es una transferencia silenciosa de renta desde hogares vulnerables hacia el sistema financiero. La realidad, expresada en estos testimonios, no refuta directamente al Supremo, pero sí lo desborda. Porque ninguna sentencia puede neutralizar el hecho de que miles de ciudadanos viven atrapados en una hipoteca que nunca entendieron y que condiciona cada decisión vital.
En última instancia, el juicio sobre el IRPH ya no se está celebrando solo en los tribunales. Se está celebrando en las cocinas donde se apagan calefacciones, en las familias que renuncian a hijos, en los trabajadores que enlazan créditos para pagar créditos. Y ahí, lejos del lenguaje jurídico, la realidad se impone con una fuerza que ningún argumento técnico consigue ya contener.