En la batalla política por el voto rural europeo, la extrema derecha se ha convertido en una presencia cada vez más dominante. Desde Francia hasta España, pasando por Italia, Países Bajos o Alemania, estos partidos han descubierto que el campo ofrece una combinación singular: despoblación, agravio territorial y desigualdad económica, ingredientes idóneos para un discurso que se presenta como rebelde, protector y antisistema. Pero detrás de las promesas de defensa del agricultor y de la “España vaciada”, late una estrategia política que, lejos de resolver los problemas estructurales del mundo rural, suele agravarlos mediante políticas cortoplacistas, identitarias y económicamente regresivas.
El atractivo del discurso rural de la extrema derecha es evidente. Allí donde los servicios públicos retroceden, donde el transporte es escaso y la digitalización incompleta, la sensación de abandono es un terreno fértil para el mensaje de los partidos antisistema: “el campo ha sido traicionado por las élites urbanas”. Esta narrativa funciona por una razón sencilla: en muchos territorios, es parcialmente cierta. La brecha urbano-rural ha crecido durante décadas y los gobiernos nacionales, de distintos signos políticos, han fracasado en diseñar una política territorial sostenida y coherente.
La extrema derecha aprovecha ese vacío prometiendo un “renacimiento rural” basado en menos regulación, más soberanía alimentaria y un retorno a lo “propio”. Pero detrás de ese envoltorio identitario aparecen recetas que, analizadas con rigor, suelen erosionar aún más las bases económicas del campo.
El primer ejemplo es la guerra contra las normas ambientales europeas. Estos partidos han convertido al Pacto Verde, la transición energética y las nuevas exigencias climáticas en el símbolo de la amenaza a la vida rural. “Bruselas quiere arruinarnos”, repiten. La narrativa tiene impacto, pero el resultado político es destruir los incentivos que podrían permitir modernizar el sector, mejorar su competitividad y hacer frente a sequías, pérdida de suelo fértil y volatilidad extrema del clima. Sin adaptación verde, la agricultura europea sufrirá más, no menos.
En paralelo, la extrema derecha promete menos burocracia y menos intervención estatal. Pero en las zonas rurales europeas, el Estado no es el enemigo: es el último hilo que sostiene la cohesión social. Centros de salud, colegios, apoyo agrícola, transporte público, inversión en conectividad: todo depende de políticas públicas sostenidas. Cuando estos partidos impulsan recortes fiscales agresivos o denuncian como “privilegios” las ayudas a la despoblación, están debilitando precisamente aquello que el mundo rural no puede permitirse perder: presencia institucional.
A ello se suma la apelación identitaria a la “defensa del modo de vida tradicional”. Es un discurso emocionalmente poderoso, pero políticamente debilitante. En lugar de invertir en innovación agrícola, relevo generacional, universidades rurales, cooperativas energéticas o industria ligada al territorio, se ofrecen batallas culturales: toros sí, toros no; símbolos nacionales; confrontación con minorías; nostalgia como programa político. El campo no necesita nostalgia: necesita futuro.
Otro punto crítico es la política migratoria. En lugares envejecidos, con baja natalidad y carencia crónica de mano de obra, la extrema derecha defiende cerrar fronteras. Esto puede funcionar como mensaje electoral, pero estrangula sectores enteros que dependen de trabajadores que no existen localmente y que no llegarán si se criminaliza su presencia.
Paradójicamente, los propios territorios que más apoyan a la extrema derecha suelen ser los que más necesitan estado, inversión, apertura económica y transición energética, las mismas políticas que estos partidos combaten con mayor virulencia. La consecuencia es un círculo vicioso: cuanto peor va el mundo rural, más fértil es el terreno para el agravio y la protesta, y más fácil resulta para la extrema derecha convertir el malestar en apoyo político. Pero ese apoyo se traduce en políticas que amplifican, no reducen, los problemas estructurales.
El campo europeo vive una crisis silenciosa: envejecimiento, despoblación, servicios al límite, cambio climático acelerado y dependencia de mercados globales volátiles. Resolver esta crisis exige una política sofisticada, estable y con visión de futuro. Lo que ofrece la extrema derecha es, en cambio, una política emocional que da la ilusión de protección mientras desmantela los mecanismos que garantizan la supervivencia económica y demográfica del territorio.
En España, Vox ha explotado ese descontento con un discurso de defensa del campo, la soberanía alimentaria y la “España vaciada”. Pero detrás de sus promesas, abundan las políticas cortoplacistas y las resistencias a los cambios estructurales que el mundo rural exige. Los últimos movimientos del partido demuestran que ese abrazo al campo muchas veces termina como bofetada a su propia base social.
En junio de 2025, Vox presentó una iniciativa para frenar el avance de parques solares sobre olivares tradicionales, denunciando que el impulso a la energía renovable estaba destruyendo fincas centenarias y dejando pueblos “desertizados”. El mensaje cala: “las renovables son una agresión al campo y a nuestro patrimonio agrícola”. Pero este rechazo tiene un coste real: en plena crisis climática, muchas zonas rurales necesitan transformación energética, inversiones en infraestructuras verdes y nuevos empleos ligados al desarrollo sostenible. Al obstaculizar esas oportunidades, Vox beneficia a intereses conservadores, pero condena a la agricultura del futuro a una asfixia progresiva.
Ese rechazo ideológico al Pacto Verde y a una transición energética planificada se repite en otros ámbitos. Vox denunció que las políticas ecológicas de la UE “asfixian al sector primario” y aumentan los costes de producción para agricultores y ganaderos. En su plan rural, propone una PAC alternativa, recortes de impuestos en productos agrarios, reducción del IVA al pescado y la carne, bonificaciones en gasóleo agrícola y rebajas en la energía eléctrica para regadíos.
A primera vista, ese programa suena atractivo: defiende al agricultor tradicional, a la ganadería, al mundo rural. Pero en la práctica, esas políticas mantienen economías de subsistencia, poco margen para innovación, baja rentabilidad y dependencia de ayudas que se diluyen con los recortes. El rechazo a la transición verde y a la modernización mantiene a la agricultura anclada en un pasado de bajos ingresos, poca competitividad y vulnerabilidad frente a crisis climáticas o de precios.
Al mismo tiempo que Vox proclama una defensa feroz del campo, su discurso insiste en bajar impuestos, reducir el papel del Estado y minimizar regulaciones. Esa combinación de liberalismo económico y conservadurismo identitario se traduce en una visón del campo como espacio privado, utilizable, antes que como comunidad necesaria con derechos básicos. En un contexto donde los pueblos sufren despoblación, envejecimiento, falta de servicios públicos, infraestructuras escasas y carencia de oportunidades, ese enfoque empeora los problemas. Como ha advertido recientemente un alto responsable gubernamental, “el medio rural no tiene futuro con políticas del PP y mucho menos con las de Vox”.
La consecuencia es clara: cuando se debilita la inversión pública, los servicios sociales, la modernización agropecuaria y la conectividad, el éxodo de jóvenes y familias se acelera. Eso empobrece el tejido rural, reduce la capacidad productiva local, y profundiza la desigualdad territorial. Así, lo que Vox vende como “salvación del campo” puede terminar como su condena.
Vox ha convertido la defensa del mundo rural en una causa identitaria. Su narrativa sostiene que el campo auténtico está amenazado por un “globalismo” que traiciona a los pueblos. Esa estrategia tiene éxito electoral: apela al resentimiento, al miedo al cambio, a la nostalgia de un pasado idealizado. Pero políticamente erosiona la viabilidad de los territorios: niega la modernización, concibe el progreso como una traición al estilo de vida tradicional, y promueve un ruralismo regresivo.
Ese tipo de identitarismo sustituye la inversión real por símbolos: rechazo al cambio, defensa de tradiciones, discursos de soberanía nacional. El voto rural se capta con promesas de “salvar el modo de vida”, no con proyectos de desarrollo sostenible. Y cuando esas promesas no se traducen en hechos, la decepción recae en un campo cada vez más débil.
En 2025, Vox apoyó una ley contra la despoblación presentada como necesaria para defender la “España vaciada”, pero condicionó su voto a que dicha ley incluyera un claro enfoque familiar, demográfico y de arraigo tradicional. Esa exigencia revela la contradicción: por un lado, reconoce la despoblación; por otro, rechaza las reformas estructurales que podrían revertirla. Prefiere un modelo de campo heredado, inmutable, que impide cualquier transformación real.